La habitación está muy fría y la mañana triste, el sol apenas sonríe tapado por algunas nubes negras. Acostumbro a levantarme temprano. Después del primer sueño que dura entre tres o cuatro horas empiezo a dar vueltas en la cama, abro un ojo y busco entre las sombras la radio de la mesilla; el luminoso grande y brillante me dice que todavía es pronto. Pienso en lo que tengo que hacer. Nada, no tengo nada que hacer, bueno sí, tomarme un vaso de agua, encender la cafetera y comerme una fruta, sin prisa. Lo más importante es el café, descafeinado por supuesto. Pero no, es muy temprano. Y doy una vuelta y otra y vuelvo a mirar el reloj y algo me dice, levántate. Y me levanto.

Últimamente me está empezando a preocupar un poco algo que no era habitual, son cosas sin importancia, tengo la manía de hablar conmigo misma, o tarareo la música de algún anuncio de la tele, una y otra vez, incluso la alarma del teléfono la tengo metida en la cabeza. Una cosa es pensar para ti, que creo que todos lo hacemos y otra es hacerlo en voz alta, puede que no sea yo la única y también puede ser otra cosa, tendré que ir pensando en pedir cita para el neurólogo por si acaso.

Ya lo he pensado otras veces y se me ha olvidado y así van pasando los días. Y eso que para evitarlo he decidido apuntarlas en un papel o en la agenda. Lo malo de todo es que después me distraigo con otra cosa y al final olvido que había decidido apuntarlas. En fin, siempre acabo diciéndome que son cosas de la edad.

A mi marido le ocurre lo mismo, aunque entre los dos nos apañamos, si no me acuerdo yo se acuerda él y así vamos tirando, sobre todo a la hora de tomar las medicinas. Menos mal que tenemos las alarmas del teléfono móvil, esos modernos aparatitos tan perfectos y útiles, que se encargan de avisarnos para tomar la medicación de todos los días. 

Ya no duermo con él por decisión unánime. Para no incomodarnos. Mario ronca mucho y hay que ser prácticos, teniendo sitio para qué molestarnos el uno al otro. Por esa razón, y no por otra, lo hacemos en habitaciones separadas. Tiene un ronquido muy potente por eso procuro dormirme antes que él. Hasta el gato se aleja desesperado a dormir en el sofá de la sala.

Al principio me decía: «Ahora que estoy viejo ya no quieres nada conmigo»; que iba a tener frío; que iba a tener miedo a dormir sola; que hay que ver cómo eres y muchas otras cosas. Pero cuando le dije que tampoco tendría que soportar sus ronquidos…, le dolió mucho. Pero aceptó de inmediato, aunque antes me dijo con tono vengativo que yo también ronco.

Desde entonces cuando quiere que vayamos a comer o tomar café nos vemos en el punto de reunión, que es la cocina, la zona de nadie o de los dos, según se mire. La casa no es muy grande y tardo poco en recorrer el pasillo con el taca- taca. Es triste, ya lo sé, pero es lo que hay a nuestra edad, aunque para ser sincera él está peor que yo.

Él tiene sus aficiones y yo las mías y ante eso, a estas alturas de la vida, ni él tiene que ceder ni yo tampoco. Allí nos juntamos, siempre a la misma hora, las diez, las dos, las seis y las ocho de la tarde. O sea, desayuno, comida, merienda y cena. Cuando me quiere decir otra cosa me envía un mensaje con la hora y tema a tratar, para mi es más fácil, le respondo con un emoticono de esos con el dedo para arriba y ya está.

Aunque lo del tema ya me lo explica ampliamente en el mensaje, que suele ser más largo que una procesión de Semana Santa. La única excepción es el viernes que nos permitimos el capricho de ver juntos alguna peli. Para la compra nos apañamos en el súper online y nos lo traen el mismo día. Aprendí a hacerlo con el móvil, como es siempre lo mismo nos evitamos las colas y la carga de pesadas bolsas. Total, para lo que comemos… En fin, como la mayoría de jubilados.

Una vez que se levanta, siempre lo hace dos horas más tarde que yo pues es bastante holgazán, y, mientras tomo el segundo café con él, ponemos la tele para ver las noticias de la mañana y el tiempo por si hay que abrigarse más, o algún otro programa de los muchos que proliferan en la actualidad, de esos de crímenes, o de fraudes o de corrupción de políticos…, o políticas.

Pero, a eso vamos, hasta que él se levanta el tiempo es mío, bueno…, y del gato. Al poner los pies en la mullida alfombra siempre aparece Milito. Me da los buenos días con un gruñido. Se llama Milo realmente, que quiere decir en griego manzana, es un gato persa precioso, de ojos color de caramelo, chato y peludo que viene a frotarse con mis piernas y espera para que le pase la mano por la cabeza y el lomo vibrando como una maquinilla de depilar eléctrica.

Después de asearme, mientras la cafetera empieza a hacer chup, chup, le pongo la comida a Milo y caliento la leche para tomar el primer café, la alegría de la mañana como para casi todo el mundo. A continuación enciendo el ordenador. Y entonces… Hasta aquí quería yo llegar.

De noche siempre me aseguro de que queda apagado, por eso de ahorrar energía y por seguridad y tal, pero, últimamente he observado que por la mañana todavía está caliente y eso es muy raro, después de tantas horas sin funcionar lo lógico es que estuviese frío. No sé por qué, yo cuando lo apago, pues eso, lo apago y ya me desentiendo hasta el día siguiente.

—Este cacharro ya tiene muchos años y empieza a fallar —me digo una y otra vez.

Una mañana al encenderlo para ver las noticias vi una ventana abierta del YouTube. A veces olvido cerrarlas y no me sorprende. Ante mis ojos había carteles de películas… pero eran de Disney.

No lo podía creer, yo no entro en esos sitios, reconozco que veo algunos vídeos de cómo hacer tal o cual cosa, la mayoría de cocina y repostería, pero ya hace tiempo que no hago nada, últimamente me decidí a no cocinar y lo encargo, nada de chuminadas modernas, que donde se ponga un buen plato de garbanzos o de fabada con su buena morcilla y chorizo… En fin. Pero volvamos a lo que nos ocupa.

Ya no hablamos; yo con el ordenador portátil y él con la tele no tenemos tiempo y además, ya utilizamos el wasap para comunicarnos.

A la hora del desayuno mientras comíamos las gachas se lo comenté.

—Ya sabes que en la tele también tienes un canal de Disney —le solté de sopetón mientras sorbía de la taza del café.

—¿Qué? —sus ojos negros, cansados, rodeados de arrugas y bolsas dejaron de mirar la tele de la cocina y se posaron en mí.

—Las pelis de Disney, ya sabes. ¿Es que no puedes dormir?

—No sé de qué me estás hablando —dijo con gesto huraño, por las mañanas hasta que no se tomaba el primer café era intratable y bastante retraído, o, más bien esquivo.

—¿Estás bien? —le pregunté alzando la voz por si no me había oído.

—No me grites por favor que tengo un poco de jaqueca.

—¿Por qué lo disimulas? —dije extrañada bajando el tono de voz.

—¿Puedes decirme a qué te refieres?

—A mí no me importa que enciendas el ordenador y veas lo que te apetezca.

—Pero… ¿Qué estás insinuando? —dijo desganado—.Yo no se, ni quiero saberlo, con el mando de la tele tengo bastante, que cada vez lo hacen más complicado, no sé por qué tendrán que ponerle tantos botones.

—Pues si no has sido tú…, ni yo. ¿Quién habrá sido?

—No grites que no estoy sordo —dijo otra vez, estaba claro que se había puesto ya el audífono—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Le ocurre algo a tu ordenador?

—Es que por la mañana lo noto caliente y no tenía por qué estarlo —dije tajante—. Cuando lo apago se supone que es para que no consuma energía, pero siempre está caliente.

—Seguro que se te olvida apagarlo —hizo un gesto con la mano para restarle importancia, y dijo a continuación—. Vas a tener que tomar vitaminas para la memoria, que te lo vengo diciendo hace tiempo, que la tienes muy mal.

—Puede ser. Pero me parece que últimamente alguien anda encendiéndolo y viendo películas en él. A no ser que le haya entrado un virus de esos que infestan todo y me quiera fastidiar.

—Es posible, últimamente en la tele hablan mucho de esos virus, aunque no sabía que se pudieran coger por el ordenador. Ya sabes que tomo la pastilla para dormir y cuando cojo el sueño ya no existo. Pero por si acaso a partir de ahora te lavas bien las manos después de manejarlo, no me vayas a contagiar el virus ese, que es lo único que me falta.

—¿Cómo no sea el gato…? —Seguía yo, ahora pensando en voz alta—. No hay nadie más en casa.

—¿Quieres dejar de gritar?

—Perdona, cariño, lo hago sin darme cuenta.

—Bueno. Pues yo te puedo jurar —dijo cruzando los dedos delante de la boca—, por mi madre, que en la tumba está, que yo no tengo nada que ver con eso.

—Está bien, no es necesario que jures. Tal vez sea que lo he abierto y lo dejé encendido sin darme cuenta. Solo quería asegurarme de que no habías sido tú. Después de todo no es para tanto,  habrá sido un descuido mío.

Por la tarde estaba leyendo las últimas noticias en el ordenador, como acostumbro mientras me tomo el café de la merienda, y seguía dándole vueltas al tema. El gato me miraba, aparte de mi marido es el único habitante de la casa.

¿El minino? ¿Por qué no? Tiene camas por todas partes, llega en silencio, como si tuviera zapatillas, se frota contra mis piernas y se va… Pero otras veces se sube al escritorio. Dejé de leer porque se me ocurrió que podía estar detrás, miré, no, no estaba.

¡Que diantres! ¿Me estoy volviendo loca? ¿Estoy pensando que puede ser el gato el que anda en mi ordenador? No. No puede ser él. Pues sí, lo estoy pensando y no estoy loca. Lo sé porque lo he sorprendido más de una vez observando lo que hago. A la chita callando.

Debo ir al neurólogo, o tal vez al psiquiatra, los pensamientos que tengo no son muy normales. Claro que si voy ya se lo que me van a decir, que si ya tiene usted una edad… Que si es normal… Y me darán pastillitas y más pastillitas como para hacer una tortilla de ellas, que es lo que le ocurrió a una amiga mía y desde entonces no puede salir de casa. 

Por otro lado también pienso que, y esto lo digo sin ánimo de vanidad por mi parte, a mi edad nada puede ni debe sorprenderme, parece que lo he visto todo, pero a veces sé que no es así. Hay algo más por ahí que se nos escapa, algo que no podemos controlar. Algo que no vemos y que influye en nuestras vidas y en nuestras mentes. Como esos minúsculos enanitos de los cuentos, los gnomos, que aprovechan cuando duermes para jugar con tus cosas.

Veamos el por qué. Es por buscar una explicación al tema que me preocupa. El peludo animal se me acerca para acariciarlo, vibra y entrecierra los ojos, pero… ¿Qué hace cuando no lo miro? Como no tengo ojos en la espalda no puedo saberlo. Aunque últimamente me mosquea un poco su presencia detrás de mí. Parece que no, pero cuando no lo miro… Estoy segura que aprende, eso tiene que ser. Es muy, muy ladino, seguro que lleva aprendiendo años, desde que llegó a casa. No tiene otra cosa que hacer, y, cuando duermo, viene y enciende el ordenador, y…

                                                                           Fin

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