Existen sabores capaces de despertar recuerdos que asaltan nuestra conciencia, proyectan una película del pasado y la transforman en nítido presente. Sabios resortes que, como bibliotecarios diligentes, localizan el libro perdido en los anaqueles del tiempo y nos ofrecen instantes que creíamos perdidos. Yo lo he vivido y sé que el tiempo es uno y eterno…
Ya avanzado abril comía en casa de mi amigo Carlos. Con el café sirvió un postre navideño. Era una torta imperial: un turrón duro recubierto con pálidas obleas. Cogí un trozo y, al saborear aquella cobertura deshaciéndose en mi boca, asistí al prodigio. Los segundos se dilataron y volví al 16 de mayo de 1972, mi primera comunión en el Cristo del Pardo.
Visto de almirante, con zapatos de bailarín. Tembloroso tomo la hostia con la mano y la pongo en mi boca. Espero ver un ángel, o a la Virgen…Quizás cuando estemos de rodillas, en agradecida oración, —como dice Sor Virtudes— aterrizará sobre nosotros el Espíritu Santo, o al menos una paloma blanca. Tanto hemos ensayado que estoy seguro: no es culpa mía que no haya pasado nada. Esta vez no.
Comemos en la carretera del Pardo, en el restaurante “El gamo”, rodeados de ciervos saltando entre los pinos. Una comida de muchos platos, langostinos y una tarta alta como un rascacielos. Camareros estirados llevan bandejas de un lado a otro. Yo me aburro. Me quedo mirando. Parece una reunión de cochinos que comen bellotas y retozan en el barro.
Cuando se cansan de comer me hacen posar y sonreír hasta que me duele la mandíbula.
“Arturito ven, vas a conocer a las primas del pueblo”—me susurra al oído la abuela—.Señoras gordas de cara pringosa me achuchan y besan. Los niños me miran pero no se atreven a acercarse. “Si queréis os dejo tocar el traje” —les propongo—. Se lanzan sobre mí y aterrizamos en la hierba. ¡Nos divertimos rodando como si fuéramos barriles! Entonces digo que tengo que ir al baño y me encierro en un water para oír cuando se van. Al hacerse el silencio viene mamá a buscarme, entre preocupada y enfadada. “¿¡Mira como has manchado el traje!?”.
Creo que voy a entender el misterio de la comunión cuando mi tío Carlos saca del bolsillo de su chaqueta un paquete alargado. Me ayuda a desenvolverlo. Veo un reloj. Me lo pone en la muñeca izquierda y añade: “Eres todo un hombre. Llévalo siempre contigo”. Desde entonces vivo hipnotizado por ese paso constante de los segundos en su manecilla. Me preocupa el tiempo, dice mamá, porque empiezo a tener conciencia de lo que es la vida.
—Arturo, llevo un rato preguntándote si quieres un poco más de torta imperial. Es artesana, una receta centenaria”— comenta Carlos.
—“Si, gracias. Deliciosa” —. Contesto mientras sigo saboreando mis recuerdos.
No, mamá, el tiempo ya no me preocupa. Tú espérame, en un abrir y cerrar de ojos, estoy en el cielo contigo.
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