El bullicio del restaurante le incomodaba. Con gusto habría dado unos golpes en la mesa para pedir orden, pero se contuvo. Necesitaba silencio porque, después de seis años sin probarlas, había vuelto a pedir gambas. Las mismas que seis años atrás se habían concertado con el ajo para arruinarle una cita que tanto prometía.
Se sabía enamorado por aquellas fechas. Lo que no sabía es que no era dueño de sus actos. No es de extrañar, pues, que los acontecimientos se precipitaran: Tras varios meses de coincidencias, de sonrisas y de conversaciones interminables por los pasillos de la facultad, él se lanzó, y ella, sorprendentemente, aceptó su invitación. Unas horas más tarde la recogía, paseaban despacio y luego elegían al azar un restaurante que, por fuerza, había de hacerse inolvidable. Mirándola con disimulo por encima de la carta, se le antojó añadir un ingrediente a la velada para que resultara perfecta: gambas.
Se las sirvieron aquella noche con dos rebanaditas de pan, una tierna y otra frita. El camarero, que movía las manos como un mago, le aconsejó tomarlas con una coca-cola helada porque de otro modo se perdería un prodigio de texturas, sabores y temperaturas. No le faltaba razón. El pan frito, crujiente y salado, descorchaba las gambas en su boca una a una; la gelatina, finísima como un pan de oro, se adhería al otro pan, el tierno, y juntos se sumaban al brindis; la guindilla, muy suave, y el ajo, medido, pedían a cada poco sorbos de coca-cola que le estremecían la lengua atrás, muy atrás. No se podía ser más feliz, y entonces, cuando ya era demasiado tarde, comprendió que habían caído en la trampa y que, como una cenicienta pestilente, tenía que salir corriendo.
Seis años y un día después, le volvían a servir gambas. Seis años dan para mucho. Aunque no había sido fácil, determinó desde el primer momento distraer su dolor con otros objetivos, como la judicatura o ser el más joven de su promoción. Miró las gambas. La cazuela de barro parecía un circo romano en miniatura; el burbujeo del aceite, todavía muy caliente, sonaba como un largo aplauso tras una ejecución sangrienta. Pinchó una gamba con el tenedor y se la llevó a la boca, pero la devolvió a la cazuela con un gemido: ardía.
La lengua le palpitaba como una criatura herida. Con el codo clavado en la mesa y la mejilla desparramada en la palma de la mano, aguantó las risas y murmullos. Recapituló: No había podido ir al mismo restaurante, del que no halló el menor rastro; el camarero, que se movía como un ujier con sueño, había levantado las cejas al oír su comanda, ¿rebanaditas de pan?, pero lo peor era que aquella chica volvió a sentarse unas filas más atrás en clase, y ya no hubo más restaurantes ni conversaciones ni coincidencias ni sonrisas ni paseos, sólo estudiar y estudiar. Visto para sentencia, pinchó otra gamba, se la acercó a los labios y sopló.
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