Era una tarde de primavera en Madrid. Mi novio me esperaba en una plaza cualquiera. Teníamos pendiente una comida que evitábamos desde hacía ya algún tiempo. Al llegar, él estaba sentado sobre una mesa, como un florero. La mesa estaba puesta, y sobre ella algunos platos rotos y otros vacíos; símbolo del olvido y de renuncia.
No hacía más de un par de días me había enterado, y no por él, que hacía un mes había contraído el compromiso que conmigo se negó hacer: Casarse.
Esta historia nada tiene que ver con la típica señora regordeta que está cocinando y de repente el olor de sus deliciosos platos te envuelven. Está historia tiene que ver con una realidad que sucede en Madrid día a día. Emigración, rupturas de amor y de repente, el restaurante La Mucca, en frente de ti.
Por primera vez la persona que me acompañaba era como un actor de cine mudo. Me concentré en lo que quería comer y en cuanto pedimos al camarero; el chef salió por la puerta del restaurante. Rápidamente el camarero puso sobre la mesa el mantel, los platos, los cubiertos y las copas para el vino y el agua. Mi mirada seguía todo lo que ocurría. El chef llevaba consigo una canasta de frutas y brotes para ensalada. ¡Vaya sorpresa, menudo espectáculo! La luz del sol se posaba sobre la mesa haciéndose cómplice de tal escenario. Nunca antes había visto tanto arte para hacer una ensalada. Brotes de espinacas y lechugas fueron cayendo de su mano simulando una danza. Acto seguido y muy sincronizado, unas rojas y brillantes fresas que partía con tal delicadeza, que el jugo de cada fresa chorreaba por el cuchillo. La salsa de frambuesa, el queso brie, de textura cremosa, adornaban el plato con su blancura y su olor sutil a champiñón fresco. Una lluvia de nueces; frutos del nogal, le dieron aún más fuerza.
Cuando pensaba que ya podía enganchar la ensalada con el tenedor y llevarla a mi paladar, como por arte de magia, sacó unas uchuvas que con su sabor ácido y dulce daban el gran toque final. Pensé y dije dentro de mí: Uchuvas, ¡no por favor!
Ese toque enterneció mi corazón y me llevó a mi infancia, cuando íbamos a recoger los frutos del amor en la finca del abuelo, en Colombia. En aquel lugar, de ambiente cálido, al terminar de recoger los frutos del amor, nos sentábamos mi abuelo y yo frente al estanque de peces para ver llegar el atardecer, mientras mi amado abuelo contaba historias del 1930.
Logré desconectarme y viajar con cada sabor. Tanto fue así que sentí que mi abuelo estaba a mi lado, poniendo una uchuva en mi mano y cerrando mis deditos con delicadeza. ¡Cómo explicarlo!, me sentía tan amada por la vida, por la pacha mama y el fruto de la tierra… Ya por fin enganché con el tenedor mi ensalada perfecta. Cerré los ojos, respiré profundo, y aquel viejo amor permaneció para siempre mudo.
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