Antes de doblar la esquina, el olor le golpea la nariz y se instala en la parte de atrás de su cerebro. Qué raro, se dice, antes no había una panadería aquí. Pero su olfato no miente y, unos metros más allá, se encuentra un obrador con una gran cristalera sobre la calle. Apenas pasan de las siete de la mañana y ya hay una actividad frenética en el interior. Por la puerta entreabierta del comercio escapa un delicioso aroma a pan tostado.

No había una panadería aquí, aunque de ese “antes” hace tanto tiempo… Su viejo barrio madrileño ha cambiado mucho en los últimos diez años. Muchos comercios han cerrado; algunos, pocos, han abierto en su lugar.

Cuando se fue a París en busca de un trabajo digno, el pan no tenía gran importancia en su vida: servía para hacer bocadillos, rebañar salsas y rebozar fritos. Tan solo un acompañamiento, un soporte casi insípido, tirando a dulzón, sin interés por sí mismo. Sin embargo, en la capital francesa, con una panadería cada cien metros ofreciendo sus doradas elaboraciones, fue imposible no caer.

Primero fueron los croissants, suaves y con un intenso sabor a mantequilla. Luego un día compró una baguette y descubrió sensaciones insospechadas: el crujiente fuerte de la corteza con notas de caramelo, la acidez de la miga que va evolucionando en la boca, recuerdos de campos amarillos bajo el sol del verano, un festival de texturas y aromas por explorar.

Mientras regresaba de sus aburridos días de trabajo en una torre de la Défense, fantaseaba con nuevas formas y cereales. En su afán por conocer, acabó entablando una cercana relación con el panadero Pierre, que le explicaba las diferencias entre unos tipos y otros con una paciencia y una sonrisa difíciles de encontrar entre los habitantes de París.

Una tarde, en agradecimiento, le invitó a una cerveza. Sin la presión de otros clientes que atender, Pierre le habló de la panadería de su abuelo en un pueblo de Bretaña, de una infancia entre harinas, del calor del horno en invierno. Con sus ojos grises como el mar bretón, le confesó que los ingredientes más importantes no eran ni la harina, ni el agua, ni la sal, sino el tiempo y la temperatura.

Tiempo y temperatura, eso fue seguramente lo que falló con Pierre después de que aquella cerveza se estirara en paseos junto al Sena y noches interrumpidas de madrugada para irse a hornear. No acertamos con el tiempo ni con la temperatura.

Levanta la vista de las manos hipnóticas que dan forma a la masa al otro lado del cristal. ¿Cuánto tiempo lleva ahí de pie? Se da cuenta entonces de que el panadero también mira con curiosidad. Esos ojos… juraría que conoce esos ojos. Sonríe y se decide a entrar.

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