Podría comenzar este relato como un cuento: “Érase una vez…”, pero no, no puedo hacerlo, porque no se trata de una mera fantasía, sino de hechos inspirados en la vida, que desaparece y renace; en una realidad poco conocida, aunque, por ello, no deja de ser menos inquisitiva.

Anoche, soñé que regresaba allí… Un páramo desangelado, donde el frío se cala en los huesos, donde la luz tenue del sol invita a la reflexión, donde la bruma penetra la mirada para anegarse en llanto.

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La hiedra cubría un muro grisáceo, que circundaba un destartalado edificio a las afueras de la ciudad. Visto desde exterior, se adivinaba su histórica magnificencia superada por el paso del tiempo. El observador podía vislumbrar el olor a viejo, casi a rancio, que aquella mole desprendía, entre la abundante vegetación verde oliva. No había rastro de color; de llamativas buganvillas, de la aromática madreselva, ni tan siquiera de humildes margaritas.

Por la carretera colindante, transitaban ruidosas carretas tiradas por percherones cansinos y coches de otra época, cuyos conductores miraban, de reojo, el edificio, como si se tratase de una aparición fantasmagórica, surgiendo de las cenizas.

Nada hacía presagiar qué había en su interior. Cualquiera habría pensado que estaba vacío, como en los huesos, al igual que les sucede a algunas personas, que sólo tienen fachada sin un alma que les dé aliento; sin la dignidad que proporciona belleza incorpórea a la pura materia.

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Un tirano gobernó en esta hermosa tierra, forjada con el sudor y la abnegación de sus humildes habitantes. Un individuo megalómano y codicioso de nombre, Ceausescu, que destruyó vidas de forma inmisericorde; que asoló la abundancia de un país, impregnado de olor hogareño, de mágicos paisajes y leyendas centenarias.

El hambre y la desesperación se extendieron por Rumanía. Miles de personas se vieron obligadas a emigrar en busca de un futuro incierto, que les salvara de tan cruel destino, pero no todos pudieron escapar. Algunos, los más desvalidos, los más inocentes quedaron atrapados en la sinrazón de un mundo en ruinas, que no habían elegido.

Entre tantas víctimas, se encontraban aquellas almas invisibles para el resto de los mortales: las de los niños que habitaban tras los muros de los orfanatos. Ángeles sin nombre, sin presente, ni futuro, cuyo sustento carecía del aroma del pan recién hecho. Jamás, pudieron paladear el níveo manjar que emana de los pechos maternos; sólo su ración de leche aguada con galletas.

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Allí, fue donde encontré a mi amor un día de brisa fresca. Sabor a mar, que envuelve tu cuerpo menudo en las noches de verano. Con cuidado, me acerco a la cama. Mientras me deleito con tu respiración sosegada, te beso en la frente.

– Lindos sueños, princesita.

Acaricio tu pelo tan sedoso, enredándolo entre mis dedos. Es una fragancia a jazmín, que embriaga mis recuerdos en un dulce frenesí de negro azulado terciopelo.

No temas nada, mi niña. No estás sola; mi amor siempre te acompaña.

Dedicado a Rosalía.


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