Llevan dos días sin probar un bocado. Las paredes blanco añejo y curtido de la cocina, la refrigeradora inmaculada con la puerta abierta que deja observar la nada y una lata vacía de galletas con migajas lamidas y engomadas aferradas al suelo describen la miseria de esta mujer y sus tres chicos. Son tan pequeños y escuálidos que parecen fantasmas. Sus cabellos abrillantados por el sudor, ojos brotados como aceitunas negras y labios que simulan tierra seca se convierten en medidores que alcanzan nuevos picos de temperatura en la costa del Pacífico. Todavía se observa en sus rostros algún rastro del hielo marítimo del Ártico que se derritió más rápido que nunca en las mejillas.
La lacena purificada con la puerta desquebrajada, -años atrás color verde grillo-, enfatiza la ausencia de todo. No hay platos, ollas, horno. No hay sillas. Hay un sartén sin mango -último testigo de desafuero- , un vaso plástico y una cuchara de acero semi-doblada con brillo opaco que se encuentra sobre el fregadero. Todo lo quebró poco a poco él. A las nueve de la mañana, dos o cuatro de la tarde, a la media noche, en la madrugada, o la hora que llegaba ebrio irrumpía como huracán despiadado arrasando con todo lo físico y humano que encontraba.
El termómetro marca los 43 centígrados. Encima de la mesa improvisada construida por el chico de ocho años, con varias tablas podridas que pudo recolectar de un basurero, lucía como el faro de Puntarenas una pequeña caja blanca y roja con una calavera. El brazo fracturado de la madre le dificulta alcanzarla. Su contenido será el único ingrediente para sazonar el manjar invisible. «Hoy hay comida para todos», piensa. Toma la cuchara, la introduce en la caja y deposita muy rápidamente su contenido en el vaso sobreviviente. Uno de los niños con sonrisa anémica exclama: –¡Qué bueno mami. Hoy comeremos lo mismo que el ratoncito!
Las pieles pálidas del cuarteto se unieron con manos y pies entumecidos, lenguas agrietadas y enrojecidas, cansancio, somnolencia y mareos en el día más caluroso de la historia.
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