–A la mesa!, es un grito de guerra. Recuerdo como mi madre nos reunía pronunciando estas palabras-; me confiesa, bajo el ladrillo visto del local, envueltos en un rústico aroma a pan caliente.
Adoro los restaurantes. Hay tantas historias en cada plato, y tan deliciosos entremeses en cada pausa.
Sentados los dos, pedimos cerveza de malta. Mientras nos observábamos, algo cortados, comenzamos a hablar de pequeñas cosas cotidianas, como las canciones que hemos oído o con quien nos hemos acostado últimamente. Aún así, la nuestra no es una mesa normal.
La nuestra es «La Mesa» porque no hay otra igual. En ella, luchamos sentados y cada silencio es explosivo.
Suerte que casi cualquier mantel de esta ciudad reviste buen gusto. Sin embargo, «a comer» solo se aprende en uno.
En este Gran Banquete se aplican reglas no escritas, como la servilleta sobre las piernas o la correcta posición de los brazos, reglas que varían sobre cada tablero: aquello que unos ven educado y de buen gusto, otros lo perciben grosero. También hay normas universales, como no hablar con la boca llena, comunes a todas las mesas donde el mundo se cita.
Pero, como siempre, ambos acabamos ensanchando los límites, reescribiendo las reglas.
Han pasado 15 minutos desde que pedimos los segundos, pero el tiempo no parece importarle. La ensalada de rúcula cruje gustosa. El queso de cabra deshace la boca.
Mientras me cuenta su semana entre tintes y yo asiento como un tonto, tomando sutiles tragos de mi copa de vino; el joven y sudoroso camarero se acerca con dos humeantes platos de dorada a la plancha, dando un respiro a una conversación que se tornaba pueril.
Y ahora, al atemperar las palabras, nuestras pupilas bullen.
En «Mi Mesa» hay sitio para el azar, casi siempre durante el postre. Sin embargo, la luz de sus ojos parecía controlar la situación con una premeditación mesiánica.
Porque todo aquello que introducimos en boca se viste de rito para mayor gusto. Un atún rojo sabe bien en cualquier lugar. Aderezado por la madre, con pimiento verde sobre una base de tinta negra, une religiosamente a dos hermanos. La carne de venado siempre me seduce en su punto. Con un tinto manchando los labios anima los negocios. O un helado de vainilla que, servido sobre brownie de licor, endulza los deseos de los amantes y entrelaza sus miradas.
Sus manos.
Sus piernas …
En esta ciudad hay muchas mesas y solo buscamos una.
Puede variar su forma, materia y color; mas siempre empieza llena y siempre, siempre, acaba vacía.
Y estaba todo tan exquisito.
Tras pedir la cuenta, clava en mí sus ojos melosos. Poco a poco, se acerca a mi boca. Roza mi labio con el suyo, dulcemente amargo por la ginebra, y… desviando su boca a mi oído… con una voz de algodón… musita:
<<«Vamos… a la mesa?»>>.
Definitivamente, «La Mesa» es la mejor de las compañías.
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