Bocatto di Cardinale

Bocatto di Cardinale

Pablo Sánchez

01/06/2017

El sonido de la puerta al cerrarse provocaba un efecto doble. Por un lado, servía como despertador, sus ojos se abrían al instante cada mañana tras el portazo. Por otro lado, servía como pistoletazo de salida, pues el chico saltaba de la cama para lanzarse a la carrera por el pasillo, con los pies descalzos, flotando más que pisando, cruzando toda la casa vacía hasta llegar a la cocina derrapando frente a la puerta.

La cocina respiraba en silencio, como si durmiera y el rorro de la nevera fuese la causa de los ronquidos que soltaba la caldera de vez en cuando. La penumbra matinal era tímidamente rasgada por toda la luz que puede entrar a las ocho de la mañana un sábado invernal cualquiera por una pequeña ventana enrejada junto al fregadero.

Una vez en la cocina, de manera mecánica, casi automática, el chico abría la alacena de puntillas y con la yema de los dedos acariciaba poco a poco acercando hasta sus manos el tan ansiado trofeo.

El trofeo se alzaba ligero entre sus zarpas, de color amarillo con una tapa roja y unas letras azules dónde se podía leer Cola Cao. A continuación, el chico se sentaba cuchara en mano, con las piernas cruzadas alrededor de su pequeño botín y con una sonrisa tan traviesa como imborrable en la cara. De solo pensar en el paso que sucedía a ese momento, al chico se le hacía la boca agua de la forma más literal. Teniendo incluso, en ocasiones, que secar la babilla que se le escapaba por la comisura del labio con la manga del pijama.

Para completar el ritual, el chico cargaba la cuchara hasta arriba de cacao y se lo llevaba a la boca. Con los ojos cerrados, movía la lengua lentamente para que el polvo marrón recorriera toda su boca, dejando tras de sí un intenso sabor a cacao antes de ser tragado. Deleitoso manjar, simple pero puro.

Acto seguido e irremediablemente empezaba a toser, daba igual la cantidad que tragara o la rapidez con la que lo hiciera, siempre le provocaba una tos tan repentina que el chico se moría de la risa. Llegaba un momento en que las lágrimas le bajaban por las mejillas mientras la casa se inundaba con su risa infantil. Al final, las carcajadas vencían a la tos y el chico se quedaba allí tumbado, secándose los ojos, agotado y con las manos sobre la tripa que le dolía de tanto reír.

Ninguno de sus padres le dejaba que comiera Cola Cao a cucharadas, por eso el chico lo hacía a escondidas, cada mañana, su ritual secreto.

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