Su búsqueda terminó en una intuición repentina plagada de confusión. Al desconcierto se sumó una sensación extraña que evocaba algo que ya había saboreado antes.

Recordó las palabras de su maestro:

¿Saber?¿Sabor?… No hay mucha diferencia, créeme. Como «probar». Mira si hay alguna cuando quieres demostrar algo y ofreces a los demás pruebas de ello. Pero la clave está en el olfato y eso muchos no lo saben.

Por aquel entonces caminaban sin parar durante semanas, durmiendo al raso, despojados de cualquier estorbo material, alimentados solo por la emoción de quien se pasa la vida buscando un tesoro. El entrenamiento era extremo. Estaba obligado a olfatear casi a cada paso que daba, durante horas, aprendiendo a discernir lo uno de lo otro, lo diferente de lo idéntico, lo vivo de lo no vivo. Recorrieron interminables caminos siguiendo halos hipnóticos día tras día, durante años. Finalmente él se fue sin encontrarlo.

En su ausencia, los años convirtieron su práctica en destreza. Tal habilidad le permitía distinguir verdaderas sutilezas en las texturas y los olores. Esto tenía sus ventajas pero también sus inconvenientes. Varias veces fue advertido por todos y varias veces se paseó por el abismo como quién recoge el centeno sin comprobar si está envenenado. Estrellas de polen azul, vainas fúnebres y mortíferas ortigas lo atrapaban a veces entre ambos mundos. De no ser por la sabiduría de los maestros no contaba ni una decena de hallazgos primerizos. Dio con las bayas del sol, las habas del jaguar, los peines de lana dulce y rarezas muy difíciles de encontrar. Gozaba de cierto reconocimiento pero no era suficiente para él.

Respecto al resto, practicaba una especie de desplazamiento voluntario. Ellos no soportaban su don. Él no les soportaba, sin más. Y esa aversión iba en aumento, a medida que se acercaba a su meta. Ni los libros se acordaban de cuándo fue la última vez que se vio. Él había sido instruido por uno de los mejores. Tenía que encontrarla.

La figura del dios sol mermaba en el horizonte y los últimos rayos propiciaban el mejor momento para olfatear. Solían salir en manada pero en cuanto podía, él se rezagaba y se descolgaba. Ese día alguien lo siguió. Fue muy sigiloso, pues no se percató hasta que sostuvo en sus manos el trofeo. Aquella maravillosa raíz; dulce como la miel, fresca como un hijo del mar. Por fin.

— Los dioses se enfadarán.

— No les creas. No quieren que lo encontremos.

Temblores, vértigo, sudor frío; lo atribuyó al cansancio sin reparar en que la planta guardaba un misterio.

— ¿Vas a atreverte a morderlo?

No vaciló. Lanzó un primer bocado sin mediar palabra y degustó aquel pedazo de naturaleza sutil que lo transformó.

Una paz infinita lo invadió por completo. El aroma inundaba todos sus sentidos y su paladar se derretía, todo su ser se desvanecía por el placer.

— ¡Sabe a conocimiento! -gritó.

— He oído que puede traernos desgracias.

— Eso es lo que quieren que creamos.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS