Hay olores únicos, irrepetibles, imposibles de reproducir debido a la complejidad de su formación, a los múltiples aromas que forman su todo. Sin duda alguna el olor del “doblao” es uno de ellos.

Nunca he sabido porque mis abuelos llamaban “doblao” a la gran estancia utilizada como desván de la segunda planta de su vivienda, una casa típica de pueblo andaluz con su portalito en la entrada y un gran patio en el interior.

Recuerdo una calurosa tarde de uno de los numerosos veranos que pasé con ellos, tan libre como cualquier niño que se desprende del control de sus padres.

-¡No salgas a la calle que a esta hora está la madre del sol!- Me dijo mi abuela mientras se marchaba a su cuarto a disfrutar junto a mi abuelo de la ineludible siesta.

Esa tarde, no sé muy bien si por no tener otro plan mejor o tal vez porque el calor era demasiado asfixiante incluso para mí, le hice caso.

Tras deambular por la casa unos instantes, salí al patio y decidí subir al “doblao”. Además de que la temperatura allí era más suave, seguro que encontraría algo con lo que entretenerme.

Subí las escaleras y una vez estuve en frente de la vieja puerta de madera agrietada y con remaches oxidados, giré la gran llave forjada en hierro que la abría.

Una gran habitación repleta de objetos apareció ante mí y un intenso olor me inundó, tan pesado y pegajoso como el calor de la calle.

Era un polvoriento olor a cerrado, con cierto frescor dimanante de las paredes recién encaladas. Era aceitoso debido a las muchas garrafas de aceite que se amontonaban junto a la pared a mi derecha. Era un olor añejo por los jamones que había salándose en el interior de una gran caja de madera. Era amaderado por el otro baúl, el que contenía todos esos antiguos libros de páginas amarillentas que mis tías y mi padre utilizaran en su día para acudir al colegio. Era olor a cuero que emanaba de uno de los rincones, el cual se encontraba repleto de zapatos deformados y desgastados. Y era un olor tan rancio como las decenas de prendas de ropa del interior de dos armarios de madera de ébano situados al fondo de la estancia.

Así pasé esas horas que mi abuela llamaba «las de la madre del sol”, curioseando por cada rincón e imaginando la vida que cada objeto habría tenido. Pero si hay algo que no olvidaré jamás es esa conjunción de aromas con personalidad propia que me inundó al abrir la vieja puerta de madera. El olor del “doblao”.

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