Chup, chup.

El contenido de la cazuela acaba de alcanzar su punto óptimo de cocción. Podía escucharlo desde donde estaba, su rincón favorito del salón, y de la casa. Aunque no es que le hiciera falta esperar a ese característico sonido.

El olor había llegado mucho rato antes. Un aroma inconfundible. Intenso, picante, que provocaba un hormigueo en su nariz, y un pequeño estornudo. La salsa de pimienta que se reducía en un fuego, y en el otro, un hilo de aceite subiendo la temperatura. Lo mejor era cuando el pedazo de carne caía sobre la plancha. Y aspiraba profundamente. Solomillo. Dorándose lentamente, soltando todo el jugo.

Esa era la señal para levantarse como un resorte.

Acudió sigilosamente hacia el santuario de la comida, tratando de no levantar sospechas. Allí se sentó junto a ella, rozando su pierna.

Estaba convencido de que ella lo veía como un simple glotón, que comería cualquier cosa a cualquier hora. Pero la realidad era muy distinta. Había otro particular olor que le atraía. La esencia del cariño con el que lo hacía todo, con el que lo miraba. A pesar de que ponía a prueba su infinita paciencia.

Debía reconocer que se sentaría a esperar su turno en cualquier cocina. Pero, ¡qué otra cosa podía hacer! A fin de cuentas, era un perro. Su instinto gritaba que cualquier comida era buena para su estómago. Una simple regla directamente proporcional, estómago más lleno, perro más feliz.

Claro que la más sabrosa, siempre sería la que procedía de aquella mano femenina. Su limitada memoria recordaba con precisión cada detalle del plato que acostumbraba a preparar los domingos. Ese día en el que el tiempo se detenía, y podían pasarlo juntos.

Se acercó un poco más a su objetivo, lo justo para llamar la atención de la joven. Ella lo miró, con el ceño fruncido. No daba crédito a la tristeza del gesto canino, ese que tanto ensayaba frente al reflejo del espejo. Las orejas caídas y la boca un poco abierta. El perfecto perrito hambriento. Ella negó con la cabeza y salió de la cocina, perseguida rápidamente por su fiel compañero.

Se quedó de piedra al ver cómo llenaba un cuenco con comida seca, sin gracia, sin sabor. Pretendía jugársela otra vez, como cada día. Pero no pensaba ceder a su determinación, ni siquiera cuando el plato reposó en el suelo, tentando aquella trufa azabache que sucumbía a todo estímulo olfativo.

Aguantó sin moverse, como un soldado, mientras ella regresaba a la cocina a buscar su propio alimento.

Ella trató inútilmente de pasar a su lado, con la vista fija en su plato caliente. Omitiendo la presencia del peludo chantajista, hasta que una fugaz mirada consiguió que se detuviera. Suspiró profundamente antes de acercarse al cuenco, donde el peso de la conciencia hizo caer un pedazo de carne recién cocinada.

El movimiento incesante de la cola fue el mejor agradecimiento, seguido de la única palabra que se le ocurría: ¡guau!

Era la hora de comer.

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