Me dice el chico que acabo de conocer en Meetic hace tres horas que si quiero quedar esta noche para cenar, que total no hay nada que perder. Por la mente se me pasa un «no» rodeado de luces de neón porque para mí comer es un acto demasiado sagrado e íntimo para compartirlo con desconocidos. Yo como sola y siempre cierro los ojos, como cuando me doy un baño que también es sagrado o cuando sola llego al orgasmo más brutal. Todas estas actividades las relaciono con dormir y morir, que también se hacen con los ojos cerrados porque no hay nada que deba verse.
Pero para acallar mis voces de vacío interno, le respondo afirmativamente al chico este de Meetic. Me dice que conoce una pizzeria napolitana auténtica y que me va a encantar. Mis expectativas en cuanto a la pizzeria y al chico son escasas tirando a nulas pero esto me ayuda a no comportarme como si me faltara un hervor.
Cuando el muchacho abre la puerta del restaurante el olor a orégano y a masa madre me inunda. El comedor, amplísimo, está pintado de un azul mediterráneo intenso y se oye muy vagamente el crepitar del fuego de los hornos de piedra. Allí, de pie, el chico me mira y yo lo miro también pero ya no lo veo.
Mi mente se va a Barbastro, a cuando yo era demasiado niña para saber que Barbastro no era Nápoles pero casi.
Llegamos a Barbastro como a las siete de la tarde. Siempre, siempre tomaba un baño justo en el momento de llegar a un hotel. Era en los únicos lugares donde mi madre me dejaba cubrirme de agua y hacer escenas de espuma como en las películas. Siempre con los ojos cerrados.
A la hora convenida fuimos a cenar. Mis padres nunca han sido de pizzas pero mi hermano y yo insistimos demasiado. La pizzería estaba pintada de azul, de aquel azul que invita a pensar en el mar y en sillas cubiertas de redes de pescadores. Habían dos hornos de leña gigantes, decorados con trozos rotos de cerámica de colores. De allí salían unas pizzas del tamaño de Saturno. Pedí una margarita y un hombre con cara de italiano hacía bailar la masa como si se tratara de un disco chino.
En la mesa de al lado, dos hombres trajeados hablaban fuerte sobre sus viajes de negocios. Uno de ellos viajaba a Nueva York al día siguiente. El otro acababa de llegar de los Emirates Árabes y estaba aún con un poco de jet-lag. Me preguntaba cómo de lejos estarían aquellas galaxias de las que hablaban pero pensaba que yo en aquel momento no quería estar en ningún otro lugar. Llegó la margarita y entré en un estado de trance absoluto.
El ligue de Meetic me pregunta que si quiero compartir alguna pizza y me niego. Me doy cuenta de que no he venido aquí por el chico, solo he venido a recordar.
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