Aliño de piedra, vinagre y lectura.

Aliño de piedra, vinagre y lectura.

El 29 de abril es Santa Catalina de Siena. Nombre del internado donde pasé mi infancia. Ese día celebrábamos la fiesta de la patrona con los cinco sentidos. Aquel fue el momento y lugar donde me enseñaron a respetar, compartir, masticar con la boca cerrada y no dejar comida en el plato. Disciplinas tan denostadas actualmente. Pero sobre todo, aprendí a fusionar dos placeres: la comida y la lectura.

El comedor se llamaba “refectorio” y en él se respiraba ambiente monacal. Mesas largas ocupaban el centro, bancos de madera pegados al muro, servían de asiento. Los elementos decorativos eran piedra y silencio. Las ventanas altas, ojivales, filtraban una luz tenue que flotaba sobre las mesas. Bajo ese haz de partículas luminosas, treinta niñas uniformadas comíamos silenciosas. Cada comida era una ceremonia y su elaboración un ritual. La espalda recta, las manos a los lados del plato, la vista en la comida, y los oídos abiertos. Porque, mientras comíamos, una niña leía en voz alta y las demás escuchábamos. Las lecturas enriquecían la mente, mientras nuestros cuerpos se nutrían con viandas tan austeras como sabrosas: sopas, potajes, verduras, arroz, frutas y dulces. Casi todo cultivado y elaborado por las monjas.

Las niñas participábamos poniendo y recogiendo la mesa. Recolectábamos frutas, verduras y huevos. Distinguíamos hierbas aromáticas y hortalizas, y aprendimos a detectarlas en cualquier guiso. El día de Santa Catalina, el menú era especial y en lugar de lectura, la hermana Rita, la cocinera, nos explicaba su elaboración, con infinita calma. Inolvidable el último banquete:

“Crema de calabacín, conejo escabechado con guarnición de verduras y torrijas de vainilla”.

Mientras escribo esto, recupero sabores de carne amasada en vinagre, paciencia y zumo de naranja, todo ello regado con la voz de la hermana Rita:

Sabed niñas, que el escabeche es una forma de conservar los alimentos. Preparación: Trocear el conejo, salpimentar y dorar la carne con aceite de oliva a fuego vivo. Cuando esté dorado, retirarlo con amor. En la misma cazuela sofreír las verduras: cebolla cortada en tiras, zanahoria laminada, los dientes de ajos enteros y sin pelar. No olvidéis las cáscaras de cítricos. Podéis añadir hierbas aromáticas: tomillo, orégano o laurel, atadas juntas con un hilo, para retirarlas mejor al terminar. Cuando todo esté pochado, añadir vinagre de sidra, vino blanco y zumo de naranja. Introducir el conejo de nuevo en la cazuela, poner la tapadera y mecerlo a fuego lento para que la carne se beba los jugos. Retirarlo del fuego”.

Nos lo sirvieron templado. Me produjo sensaciones contradictorias: rechazo inicial al vinagre y una verbena de sabores después. Concentrada, degustando, diferenciando la cebolla, el ajo y los cítricos, tatué aquel manjar en mí paladar. Después llegaron las torrijas de vainilla, suaves y cremosas como las cariciasde mi madre, su dulzura me acompañó hasta siempre… hasta hoy, porque aquel día finalizó mi etapa de internado.

Jamás agradeceré lo suficiente a las personas que forjaron mi carácter, educaron mi paladar y me enseñaron a maridar alimentos, lectura y silencio.

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