Reconozco que en su momento así lo era: feo, desagradable a la vista. Un animalito antiestético que pululaba por la granja tras su madre con mis hermanos que, aunque feos, no llegaban a ser tan desagradables.
Mucho pico para tan pequeña cabeza que en desproporción artística hacía de mi minúsculo cuerpo un montoncito de plumas despeluchadas tintadas con un amarillo desvaído rociado de motas parduzcas que me hacían parecer un plumero de tienda económica.
Mis andares, lejos de la elegancia, asemejaban los pasos dubitativos del ebrio buscando un hogar que le resguardase de un Sol abrasador.
Qué decir de mis alas, que por pequeñas e inútiles mejor hubieran sido orejas, ya que de esas mi menda no tuvo la suerte de tenerlas, tan solo un par de orificios laterales a modo de sensores primitivos.
Alguna que otra vez se acercaban niños que corrían mostrando en su carita una gran sonrisa y lanzaban su vocecita diciéndome: ¡Qué bonito! Sus palabras me sonrojaban de tal manera que con el amarillo liviano daban a mi plumaje un tono anaranjado horrible.
Lejos de la sencillez y sinceridad infantil, los adultos soltaban un «¡Qué gracioso!» o «¡Qué simpático!» tan humillante como la dádiva complaciente que se le da a la mujer que está lejos de los cánones de belleza establecidos. Eso me provocaba tal languidez que mi piel sonrosada se tornaba azul y combinada con mi amarillo lívido transformaba mis plumitas en reflejos verdes horrorosos.
Mi madrepata, como antes mi pataabuela y antes mi patapatapatareabuela tuvo a bien explicarme el cuentecito “El patito feo” con la amorosa intención de animarme. Y así era, me convertiría en cisne y luego sería envidia de la sociedad animal. Lo que no me explicó, como nunca lo hizo mi pataabuela y antes mi patapatapataabuela, era la verdad del tema. Quizás fuese por ignorancia o por orgullo, pero obviaron que un pato ¡es pato toda la vida! No se transforma en cisne aristócrata que se desliza en estanques de diseño romántico con estelas de nobleza y abolengo cual jarroncitos de porcelana de la dinastía Ming. No, mi aguda observación era irrefutable: Uno nace pato y siempre lo será.
Por fortuna, el destino caprichoso tiró su carta escondida convirtiendo mi futuro en privilegio para los dioses. Sorprendentemente y sin poner nada de mi parte fui lanzado al estrellato para así viajar más lejos que cualquier cisne por grandes y glamurosas que fueran sus alas.
Apreciado público: Hoy me presento bajo la dirección del reputado director y cheff Daniel Humm en el prestigioso restaurante Eleven Madison Park de Nueva York. Seré: Pato asado a la Miel con lavanda. Me acompañan comino, cilandro y pimientas orientales que, seguro, llevaran las papilas gustativas a la cima del cosmos estelar entre los paladares más exquisitos.
Es una única función y no firmo autógrafos. ¡Bon appetit!
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