En cuanto juntaba veinte euros en el bolsillo, salía hacia el Texas solo por ver a Estela. Nada me hacía más feliz. Si alguna vez no coincidía con ella por su turno de trabajo, me desesperaba por tamaño despilfarro, aunque un buen bistec siempre mereciera la pena.
Mi exiguo sueldo me daba para acudir a la cita un par de veces al mes. Además, debía inventar cualquier excusa para justificar ante Marisa mi ausencia de casa, donde la dejaba con los críos engullendo algún puré de patatas o unos macarrones que, a pesar de su falta de proteínas, hacían las delicias de los pequeños.
El Texas olía a caza mayor. La especialidad en carnes asadas —venado, retinto, buey y cochinillo— le daba al garito un olor a montuno y grasa rancia que se agarrara al gaznate. En ocasiones, mi estómago se resentía, acostumbrado a almuerzos más frugales. Me suscitaba cierto reparo la visión de los trofeos cinegéticos decorando el salón —tanto por mis largas siestas de documentales de Greenpeace como por el recuerdo de mi mujer abandonada en casa.
Entraba y buscaba una mesa apartada desde donde, como buen cazador, siempre al acecho, ojeara bien a mi presa. Entonces aparecía Estela. Empujaba las puertas abatibles que separaban la cocina del comedor y, como a cámara lenta, se presentaba la dama de mis sueños, aquella que hacía que me gastara lo que no tenía solo por tenerla ante mis ojos, y, por qué no, por meterme entre pecho y espalda alguna de las carnes a la brasa que me aconsejaba. Se acercaba cimbreándose, dejando asomar un suculento canalillo por el delantal del uniforme. Los cabellos recogidos en un moño hueco me recordaban a la protagonista de cualquiera de las series de sobremesa que tanto disfrutaba Marisa. De nuevo, surgían los temores. Pero era tanta la pasión que sentía por la camarera que los recelos desaparecían, absorbidos por el extractor en continuo movimiento que aspiraba el tufo del local. Ya a mi lado, me recitaba la carta. Y alternaban entre sus dientes, entre sus labios y su lengua, las sílabas entrecortadas de los chuletones a la brasa, entrecots a la parrilla, lechazos asados en horno de leña y demás platos estrella del Texas. El movimiento de su boca me hechizaba, me dejaba sin aliento. Tanta era entonces mi flaqueza que acababa dejando que me recomendara lo que bien le viniera.
Era cierto que lo que de verdad me embrujaba era su aroma al sebo de la carne, al tocino añejo, a la manteca derretida adherida a su piel. Retenía esa fragancia en la nariz y enloquecía al borde del éxtasis.
Pero la felicidad es efímera, casi impalpable. Un día llegué y no la vi. Se repitieron las ocasiones y pregunté por ella a un compañero: ahora trabajaba en un restaurante vegano. Cerré la carta del menú y maldije mi mala suerte y la manía que le había entrado a la gente por comer tristes y desaboridas verduras.
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