Cada mañana suelo pasar por una calle donde hay dos casas cuyos patios están llenos de hermosas flores. Me encanta ver cómo se funden los colores en armonía, cómo se mezcla el olor que embriaga al viento y cómo rompen con la visión medio urbana de mi pueblo. Ahora cruzo la calle con pasos inquietos, ansiosos por el florecimiento de unas pequeñas motitas blancas conocidas como jazmín. Su dulce aroma me llama y me traspasa los poros de la piel en un escalofrío que hace temblar mi memoria. Entonces ella busca en un cajón especial las historias de una mujer muy querida por todos.
Se fue cuando yo era una cría, pero años más tarde vuelve para que pueda conocerla a través de los recuerdos de sus nietos. Vuelve para que su legado siga siendo escuchado. Sé que tenía una planta de jazmín a la que cuidaba con mucho mimo, que le encantaba el número trece a pesar de ser el más temido, que era una mujer sabia cuyos consejos eran oro, que era un amor de persona al ser tan atenta y cariñosa y que era una gran cocinera. Sin duda, su plato estrella eran las empanadillas rellenas de sidra. Todo elaborado por ella.
Para ello, iba al huerto del cortijo donde vivía y cogía el fruto de una planta parecida a una sandía rayada. Solo sé que al abrirla, su carne era blanca y que ya nadie prepara la sidra con ese producto llamado cidra cayote. Pero sí sé cómo hacía la masa de las empanadillas, ya que esa receta está pasando de generación en generación. Para la masa, usaba los mismos ingredientes que para hacer los pestiños, otra de sus especialidades. Mezclaba harina, aceite en el que previamente había frito media naranja para quitar el amargor, vino, huevos, canela y ajonjolí tostado junto a anís en grano que había molido anteriormente. Amasaba todo con sus delicadas pero fuertes manos hasta obtener la masa. Entonces, hacía la forma de las obleas con un vaso y las rellenaba con la sidra para después, freírlas en abundante aceite. Lo último que hacía era espolvorear con azúcar las empanadillas y dejar que su aroma le abriera el apetito a cualquiera.
También sé que pronto vendrá de nuevo, cuando el alba tiña las hojas verdes de esos patios y las abejas vengan a alimentarse para fabricar su empalagosa miel de flores, que sin duda será la guinda de muchos pasteles. Ya casi puedo saborear el momento y, ¡qué bien sabe su efímera presencia! Es algo así como una mezcla de caricia en la mejilla, de un beso en la frente, una sonrisa al alma y un adiós hasta el año siguiente.
Y es por esas pequeñas cosas por las que ya voy caminando con impaciencia, porque a pesar de no verla ya llego a quererla, porque quiero que vuelvan mis recuerdos estivales acompañados de nuevos sabores.
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