Es media tarde. Mientras busco la bolsa con las panderetas que llevo de regalo para mis sobrinos pequeños, me miro al espejo del perchero y me sorprendo sonriendo. Pero ¿en qué estaré yo pensando que me hace feliz?
De camino a casa de mis padres, por mi memoria, desfilan los menús de años anteriores: entremeses, crema de marisco, merluza a la sidra, pava rellena, ensaladas, turrones variados y la sopa de almendras, el postre más esperado y celebrado, de muy antigua tradición familiar y que solo tomamos en Nochebuena.
Desde el rellano de la escalera, puedo apreciar los aromas culinarios que se escapan por la puerta de su cocina. Olfateo. Al entrar, mi madre abre el horno.
-Mira, hija, y como lo hacía la abuela.
Dos enormes besugos de relucientes lomos rosados con reflejos plateados -de Tarifa, por su aspecto, el más fino y jugoso-, simétricamente colocados dentro de una besuguera grande y transparente, adornados con rodajas de limón, sobre una base compuesta de cebolla y patatas retostadas.
-Este olor tan especial, ¿qué me recuerda?
-Es el pimentón de las montañas de León, la familia me lo envía desde allí.
-Es un pescado de lujo, ¿a qué se debe tanto dispendio?
-Queremos obsequiarte con tu plato favorito. En África no vas a poder degustar los guisos de casa.
Mi madre acaba de remover la pasta de la consabida sopa de almendras, la vierte en una sopera y la lleva al aparador para que se atempere. A su paso deja tras de sí un humeante rastro cálido y dulzón.
Mientras mi hermana mayor termina de preparar los aperitivos, me siento un momento. Me imagino esta misma noche tiempo atrás, los mismos o parecidos olores, voces y risas que llegan desde el salón; los rostros de los abuelos y las abuelas que ya no están aquí.
-Bueno, doctora, ¿muchos niños que curar?
-Y otros muchos que ayudar a crecer sanos- contesto.
-Ya pronto te vas.
-A primeros de año volamos hasta Kinshasa.
El sonido de panderetas que se acercan interrumpe la conversación. Son los hijos de mi hermana menor, Paquito y Susana.
-Ven, tía, vamos a cantar al Niño.
De su mano paso por delante de bandejas con turrones, polvorones y demás dulces navideños.
-A Belén, pastores…
No me resisto y cojo un guirlache con disimulo.
– … a Belén, chiquitos…
Junto al Belén huele a serrín y musgo recién cortado.
– … que ha nacido el rey de los angelitos.
Me distrae el chasquido del hielo en el vaso que mi padre me sirve.
-¿Qué vas a beber?
-Anís con agua y hielo.
-¡Ah!, una «palomita», como cuando eras niña.
Sigue la algarabía. No participo. Tengo morriña y sabor a lágrimas de despedida.
Desde la cocina, llega el eco de una voz femenina que ordena:
-Todos a la mesa. Vamos a cenar.
OPINIONES Y COMENTARIOS