De buen hacer en los fogones, mantenía la tradición que había heredado de su madre y de su abuela, era de las de guiso lento. Llevaba apuntadas en su cabeza tantas y tantas recetas que le habían dado fama de ser no una, sino la que mejor, hacía de comer en el pueblo. Nunca fue para ella un engorro la cocina, manejaba las masas, las verduras, carnes y pescados, las salsas y los asados, dominaba cualquier técnica culinaria, y aplicaba una paciencia y amor a sus platos que los hacía dignos de las mejores mesas.
Esa mañana decidió hacer magdalenas, esas que tanto le gustaban a su niña pequeña, con la esperanza de que ese mismo día regresara y como vendría mal comida -«porque solo toman porquerías por ahí»- le sentarían bien.
Tomó el lebrillo de color ocre con el baño esmaltado en perfecto estado, la cuchara y el tenedor grandes, de alpaca, con los bordes deslucidos por el uso, y se dispuso a hacer la masa. Cascó ocho huevos a los que separó, en la mitad del cascarón, las yemas de las claras que dejaba caer sobre el lebrillo y comenzó a batirlas con tanta energía que se oían desde la calle los chasquidos del tenedor sobre el barro, las puso tan a punto de nieve que, puesto aquel boca abajo, se burlaban de la gravedad. Seguidamente les añadió las yemas y removió todo junto de forma mas descansada. Añadió medio litro de aceite y medio de leche y los mezcló, después incorporó un kilo de azúcar a la crema y continuó moviendo hasta disolverla completamente.
Hizo una pausa para descansar el brazo e inmediatamente regresó al consciente la idea que no dejaba de rondarle a pesar de estar concentrada en la tarea -«¿cuando volverá esta niña?»- pero la desechó enseguida y retomó la labor.
Vertió ocho gaseosas -«el tigre»- para darle volumen a la masa y, cuando bajaron sus efectos, fue incorporando un kilo de harina candeal trabajándola bien para que no quedase ni un solo grumo. Por ultimo, ya con el brazo cansado, procedió a meter en la masa la ralladura de cuatro limones recién cogidos del patio, y en poco menos de una hora había terminado.
Jamás había hecho una masa de magdalenas tan rápido. Con el mismo acelero cogió el lebrillo y se fue a la panadería vecina donde siempre le dejaban cocer sus recetas, rellenó los moldes -tabaques o tabaquitos los llamaban en el pueblo- que dispuso sobre las latas quemadas de tanto entrar y salir del horno y las metió en la tahona.
Mientras cocían, su olor a bizcocho «del bueno» se fue extendiendo por toda la calle, impregnó el aire y su aroma se hizo cada vez más intenso, las margaritas se abrieron y su hija apareció de repente.
Hay cosas tan mágicas que solo están reservadas a las madres.
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