¿Por qué me gusta la cerveza? Mejor dicho, ¿Por qué me gusta tanto la cerveza? Las razones se pierden en el océano de tiempo que guarda mi memoria infantil. Más de diez años de psicoanalizarme me han hecho, por fin, dar con un recuerdo, Freud diría encubridor, recuerdo que creí perdido para siempre entre las dendritas dañadas por el consumo compulsivo de (al menos) diez cervezas diarias . Todo comenzó un domingo de mi infancia. Mi padre, médico militar retirado, solía refrescarse a mediodía con un buen vaso de cerveza oscura, costumbre que alteraba los nervios de mi madre, pues ese vaso se convertía frecuentemente en dos, tres, cuatro, en fin. Para evitarlo, mi madre sentenciaba: «llévate al niño», cuando mi padre fingía que debía hacer una visita a algún amigo enfermo y se entretenía en la cervecería del barrio. Así que, un poco a regañadientes, acompañaba a mi padre a sus escapes domingueros. Un día, mientras lo esperaba afuera, asomé la cabeza por entre las puertas de la cervecería (los niños tenían prohibido entrar) y mi padre salió con un tarro bien frío. «¿Qué bebes?» Pregunté. «Nada, hijito. Es agüita de tiempo», «¿Me das?» «¡Claro!» Y un estallido de fresco amargor inundó mi paladar. Al regresar a casa, respondí a mi madre cuando me preguntó qué había bebido mi padre: Él bebió agüita de tiempo, el tiempo inmarsecible de mi amor a mi padre ahora muerto, que me recuerda el primer trago que bebí de cerveza.
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