Por encima de la espesa niebla que cubre su duermevela, Rosalía comienza a oír el arrullo de las palomas en el tejado. Remolonea unos minutos entre las cálidas sábanas y perezosamente empieza a repasar la agenda en su cabeza. Salta de la cama y comienza la rutina diaria.
Vive en una antigua casa de piedra, la posada que sus padres heredaron de los abuelos. Recuerda la frase que repetía su abuela a los peregrinos que pasaban por allí “Los males con pan son menos”. Eran otros tiempos, el hambre no entendía de delicatessen. Se devoraba cada bocado con la necesidad de la supervivencia. En su casa nunca faltó alimento. Recuerda cómo cogía con sus manitas los huevos aún calientes del gallinero, exquisitos.
A pesar de los años la casona está muy bien conservada, Rosalía mima cada rincón al detalle. Ahora ella tira del negocio. Le gusta innovar pero sin abandonar las tradicionales costumbres familiares. Hoy se come por tentación. Tiene un sexto sentido, un talento artístico. Disfruta con las manos en la masa, entre fogones y pucheros, pero lo que más le emociona es contemplar como los demás se deleitan probando sus bocados. Su timidez le impide salir a relacionarse con los comensales y recibir halagos a su buen hacer. Le basta con observar discretamente, tras la cortina que separa el comedor de la cocina, a través de un agujerito que ella hizo con esta intención.
Suena la música de ambiente. No queda una mesa libre. Los camareros sirven los primeros platos. Un tintineo de cubiertos y loza preludia el festín.
En la mesa de la esquina, Don Braulio, el cura del pueblo, rebaña el pan en la salsa de cerezas que acompaña la carne y se chupa los dedos en un goce casi salvaje.
Una elegante pareja pierde la compostura ante un delicado risotto de setas con crujiente de parmesano. Reconocen esencias en un sinfín de sensaciones, casi eróticas. Una orgía de sabores. Conversan en gemidos y cierran los ojos para potenciar el sentido del gusto.
Cuatro trabajadores hastiados, con los estómagos llenos y bajo el efecto del vino van a arreglar el mundo.
Unos estudiantes piden la especialidad de la casa, chipirones con chirlas y nueces. Se relamen en un equilibrio de aromas y texturas cayendo en un deseo compulsivo. Las mejillas se encienden y las miradas adquieren un brillo de lo más seductor. Elevan el tono de la conversación en un rumor desenfadado y afectuoso. Flota en el ambiente el buen humor, las sonrisas, las despreocupaciones.
Plenitud tras la cortina.
Llega la noche. Se hace el silencio. En una mesita, alumbrada por una lámpara de pie, Rosalía repasa las cuentas de hoy y los menús de mañana.
Se acuesta cansada, rumia el sabor amargo de la soledad, se traga las ganas. Se pregunta si la caricia de un hombre en su espalda, el roce de unos labios en los suyos, la desnudez de su piel en otros brazos…será tan intenso y excitante como aquello.
Arrullan las palomas…
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