Quise llevarla al sitio donde mis papilas gustativas eran el lugar más suave del planeta, gracias a la muralla de semillas que daba un toque crunch al pollo.
Esta vez el toque –y en este caso, de atención– me lo dio ella. Mi lengua enroscada esperando a sacar su lengua abandonó a la ansiada presa, los objetos gallináceos pasaron al fondo –y no precisamente de mi estómago– , y su figura estética pasó a ser la figura de nuestra conversación. Así que cambiamos el rumbo hacia otras alternativas gastronómicas, ensayando nuestra relación en algo abiertamente justo y flexible.
Este juego de figura y fondo finalmente desembocó en un festín en la boca. Como en las bodas a las que había ido, el beso y el sí quiero están acompañados de una avalancha de invitados y complejas interacciones entre entes animados e inanimados y sus subcomponentes –las patas de las sillas de la mesa de solteros, las expectativas de la gente, qué sé yo-. Mientras yo estaba colapsada por intervalos de dulce y salado agitándose de un lado a otro dentro mi boca, mi hermana era una novia a la fuga y se había quedado eclipsada a mitad de camino; en el olor a especias, había tomado otras veredas dispares a las mías.
Su nariz se había conectado con sus dos ojos redondos y el resto de su cuerpo se había diluido en la imagen, yo sólo podía mirar aquellos dos orificios ensancharse y aspirar esencias que vencían la gravedad, al mismo tiempo que sus ojos apretaban sus párpados en dirección hacia arriba. Como una avalancha, derribé esta escena, el fulgor del dulce-salado atrapó mis sentidos dejándome ciega. Y el gusto pasó a ser esa figura esbelta de mi experiencia.
No entendía cómo esta escena me sabía tan amarga y a mi hermana parecía no estar oliéndole a chamusquina. Quizás el recuerdo de no haberla visto en tanto tiempo y los kilómetros que nos habían separado cobraban vida en la mesa.
Me dio un sobresalto al corazón al caer en la cuenta de lo poco que se habían conectado mis ojos a mi boca, no apreciaba aquella imagen en la que ella disfrutaba tanto.
Ya no quería pedir la cuenta nunca. Empecé a ensayar algo intrínsecamente justo y flexible y me dejé llevar; permití inundar mi campo por el olor a especias, condensándose en la fotografía de algún paraje exótico visitado hace años y fusionándose con los baños cálidos y fríos en océanos y ríos de antaño cuando aun llevábamos manguitos.
Aquello, por separado, formaba una experiencia ininterrumpida donde no se sabía si nosotras protagonizábamos la escena en el presente, en el pasado próximo, en el pasado lejano, en el futuro vecino y en la muerte, o la comida era la estrella. Era como una banderilla de aceituna, pepinillo, pimiento y cebolla.
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