Huele a humedad. Parece que va a llover y apresuro mi paso para llegar cuanto antes a mi cita con el pasado. Creo que la adivino tras los cristales. Ahora tiene el pelo castaño pero la misma expresión dulce en su cara. Según acorto la distancia entre los dos voy recordando aquellas tardes de tertulia delante de un té y una magdalena dulce como su mirada, tierna como sus palabras. Muchas veces he añorado esas charlas en las que los dos, la mayoría del tiempo, nos hablábamos con los ojos. Sus teorías, nunca impuestas, me hacían ver la vida con una perspectiva diferente. Tenía necesidad de esas conjeturas, de esas hipótesis que me enriquecían tanto. Después nuestra vida tomó caminos diferentes, pero su filosofía quedó grabada a fuego en mi corazón. Se puede decir que nunca se fue de mi lado. Sus palabras y su modo de ver la vida me habían marcado hasta el punto de vivir su propia vida. Nos conocíamos como si fuéramos la misma persona.
Ahí está, frente a su té y su magdalena. Era lo que esperaba ver. Nada ha cambiado y todo ha cambiado. Su rostro envejecido por la enfermedad aún deja ver a esa mujer segura y con las ideas claras. Sus manos temblorosas no restan para nada la firmeza en su mirada. Al verla llega a mí el aroma que salía de la cocina cuando me preparaba su sabrosa tortilla de patata que sabía que tanto me gustaba. A mi mente vienen esos sabores inolvidables de mi juventud, mezcla entre dulce y amargo en ese momento.
Me mira y la miro. Sé lo que quiere decirme, pero no puedo aceptar la realidad. No puedo y no quiero.
¡No puedes pedirme eso! Tú siempre me enseñaste a luchar ante la adversidad. ¡No puedes rendirte ahora!
Pero ella quiere ser esa mujer segura hasta el final. No quiere apagarse como una débil llama.
Lo haré…Le ayudaré. Siempre recordaré ese sabor dulce de la magdalena mientras me pedía ayuda. Nunca más ese sabor me recordará a las tertulias de cada tarde en mi juventud. Nunca más.
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