Me gusta rememorar la infancia, esas tardes de invierno en las que mamá se reunía con sus amigas del barrio a tomar mate con buñuelos de manzana.
Almorzábamos mas temprano, mamá preparaba el comedor, que se usaba sólo cuando venían visitas, ponía un hermoso mantel celeste con las iniciales FV bordadas, encendía la estufa eléctrica desde temprano para que el ambiente estuviese con temperatura agradable.
En la cocina preparaba la pasta para buñuelos con 350 gramos de harina, una cucharadita de polvo de hornear, pizca de sal fina, 3 cucharadas colmadas de azúcar, 3 tres huevos batidos, unas gotas de esencia de vainilla, 1 taza y media de leche, batía y le agregaba dos manzanas grandes peladas y cortadas en trocitos.
Freía los buñuelos en abundante aceite caliente, en una cacerolita bastante maltrecha que solo usaba para tal fin, los colocaba en una fuente y los espolvoreaba con azúcar molida.
Toda la casa olía a buñuelos, cuando estaban todavía tibios, llegaban las visitas.
Entonces comenzaba la ronda de mate, chismes y buñuelos.
Yo jugaba en el sofá con las muñecas, se percataban de mí presencia solo cuando la conversación derivaba en algo escandaloso, como que la hija de la vecina de otra cuadra iba a ser madre, siendo soltera, o algo por el estilo que no fuese apto para una niña, entonces me mandaban a la cocina a buscar algo.
Y así se deslizaba la vida de las señoras de esa época, sin ansiolíticos o terapias alternativas, con tiempo para todo y sin apuro.
A lo lejos se escuchaba la música de tango o un pasodoble, muy a lo lejos.
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