Y aquí voy otra vez, llegando del trabajo, con mil problemas en la espalda, añorando su abrazo, su consejo, su voz… pero sobre todo su comida; ¡Lo que daría ahora por un plato de Chilmole! ¡Un taco de cochinita!

Entrar a su cocina y oler las delicias que preparaba ahí era todo lo que mi corazón de niña necesitaba para curar cualquier pesar; la sopa de fideos se convirtió en el elixir que alivió todos nuestros raspones y caídas y hasta los regaños por la mala nota en la escuela. Hoy aprieto los ojos y puedo evocar aquellos manjares, distingo perfecto el olor a epazote, orégano, achiote, queso, ajos, ; su cocina era mi mundo, nunca he sido más feliz que ahí y nunca más feliz que entonces.

Recuerdo con aguda nostalgia cuando íbamos corriendo al molino cargando en canastas los chiles limpios y asados, el pan frito, el ajonjolí, las tablillas de chocolate y ¡no sé cuántas cosas más!; y como al regresar con todo, entre fuego y enormes cazuelas de barro, hacía magia y lo convertía en el mole que se volvió famoso por las calles de la colonia.

El sabor de su comida se ha vuelto un tema de conversación básico en cualquier reunión familiar y las horas que se pasaba sentada en la tierra cuidando su hortaliza también; ¡que maravillas le da la tierra a quien la ama y la cuida!, recogíamos unas coliflores espectaculares que, capeadas, rellenas de queso y en su caldillo de jitomate se convertían en un plato digno del paladar más exigente.

Ya siendo adulta la iba a visitar y había días que me decía: «Hija, hoy no guisé pero, ¿quieres una tortillita con salsa y queso?», «¡Claro que si!» le respondía yo ya sabiendo que aquello era una verdadera delicia, uno de esos pequeños placeres de la vida de los que nadie debería perderse.

Extraño tanto a mi abuela… sin ella, la comida nunca recuperó su sabor.

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