Vagaba por las calles de Madrid, creo que en realidad daba vueltas a la plaza Santa Ana, no buscaba nada, solo perderme; aunque creo que ya llevaba mucho tiempo perdida, carente de apetito alguno, todo me sabía igual, a cigarrillo consumido, a vida gastada, como si el gusto me hubiera abandonado para siempre.
Paseé durante largo rato, sintiéndome invisible entre el gentío, muchos iban comiendo de manera rápida; imagino, comida tan rápida como sus prisas, otros apuraban un café en vasos de cartón, todos iban embriagados en sus móviles, sin tiempo para nada. Por algún motivo sentí lástima de ellos y me olvidé de mi propia tristeza.
Mi abuela siempre decía, que había que tomarse al menos, un momento para disfrutar de una buena bebida y darle gusto al paladar para alimentar, también, al alma. Y todo ello era un ritual que requería sus formas y tiempos. Pensé en ella y durante un segundo palideció mi vacío estómago… es increíble como algunas ausencias nos roban trocitos de gusto, y de ser, y su solo recuerdo nos abren las entrañas con un hambre insaciable; y abierta pues ya mi entraña, qué otra cosa podía hacer yo, que no fuera buscar un lugar donde alimentarme y tomarme ese momento.
Así fue, caminé decididamente sin destino claro, hasta llegar a un pequeño y viejo local que parecía llevar varios siglos en pie. Al entrar, el olor a dulce horneado causo una respuesta inmediata en mi boca, sentí el deseo en mi saliva. Tras pocos minutos de espera, llegó el hermoso y trabajado bollo, debía ser de los pocos dulces artesanales que aún se podían comer por allí…
Oh cómo eclosionó al entrar en mi boca, que irremediable fue pensar en ti, en verte de nuevo en nuestro viejo estudio en París, cuando todo me sabía a tu olor, a bocados de tu esencia… que fácil fue entonces evocar tu desnudez, tu mirada hambrienta, sentir la maravilla de tu sabor y el amargo regusto que dejabas en los labios al irte.
Seguí el consejo de mi abuela, y me tome más que un tiempo en saborear y saborearte, en mis recuerdos. Aún seguías en mi paladar después de tantos años, después de tantos bocados insípidos tú te mantenías ahí, alzado como mi sabor predilecto, escondido entre en mis dientes, esperando el mordisco perfecto.
Mientras disfrutaba esa maravilla de bollo azucarado, pensé en lo estupendo que sería volver a recobrar el gusto, no solo por instantes de auténtica necesidad, si no el gusto de comerme la vida. Así que en cuanto me tragué el último pedacito de pastel, me tragué a la vez la última de mis excusas.
Al salir de allí, caminé muy decidida, abandoné la plaza sin mirar atrás, tenía claro que mi destino siempre se había encontrado entre tu casa y tu mesa; entre el color de tus pinceles y tus viandas.
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