Estuvimos en aquel lugar desde el que puede soñarse el paraíso. Donde los colores de los castaños pintaban de marrón el cálido olor de las castañas asadas y hablaban con ayuda de la luz, de la miel fresca. Donde los derruidos molinos eran testigos de opulentas cenas, y las antiguas minas guardaban el secreto de recetas escondidas en los calendarios.
Un lugar donde el frío se hacía amigo de la hoguera en las noches con calor a pan caliente, y en el que dejamos nuestras huellas para siempre.
Recordé los motivos que me llevaron contigo al vergel de aquella montaña repleta de percepciones culinarias capaces de embriagar el alma. Recordé nuestra cabaña de madera, ajena a las exquisiteces servidas en platos que se comían con la vista.
No quise recordar más. Pero no fue posible. No pude evitar una lágrima húmeda de tristeza que aquel viaje dejó escrito en mi recuerdo.
Busqué algo de pan para acompañar al café del desayuno, y pensé en cualquier otro lugar que no me llevara a ti. Pero una sensación abrumadora se adueñó de mi sombra, dejándome atado al pié de aquellos castaños milenarios.
Entonces dejé de luchar contra mis propios pensamientos, y los puse al servicio de los olores y los sabores, que habitaban donde antes lo hacían los romanos y después los monjes del medievo. Y te convertí en mi chef.
De ese modo pude volver a ese recóndito mundo donde se aprecian las huellas de los glaciares, y degustar un nuevo desayuno, sin que el recuerdo de tu sonrisa me causara daño.
Me sugeriste que probara la miel que los colmenares de piedra protegían de los osos pardos, y el pan recién hecho en los hornos de leña. Y así lo hice. La suave dulzura de la miel de cerezo impregnaba el pan de masa madre con olor a madera. El aroma del café de pota componía la esencia principal de una rica paleta con la que cualquier pintor crearía una obra maestra.
Después de un paseo y una compra básica, volví a casa. Abrí la nevera y pensé en algo para cocinar. Descarté varias posibilidades, hasta que apareciste de nuevo. En esta ocasión, en una foto al lado de aquel molino de agua en el que años atrás sus muelas deshacían el trigo.
Me aconsejaste jabalí estofado con salsa de chocolate y patatas. Era la primera vez que lo probaba. La potencia del sabor de la carne era embriagadora, irreconocible en mi paladar. Lo acompañé con un vino tinto, capaz de expresar las características del suelo y el mimo del agricultor.
El postre era una sorpresa. O eso decían tus ojos con una sonrisa. No era necesario que me dijeras nada. Tu mirada me hablaba en silencio de las castañas confitadas con aroma a canela y vainilla.
Pasó tiempo desde que estuvimos en aquel lugar desde el que puede soñarse el paraíso. No creo que pueda volver contigo en mis pensamientos, salvo que vuelvas a ser mi chef
Fin.
OPINIONES Y COMENTARIOS