11:30 El médico me visitaba y tras un examen dictaminó: “anosmia y ageusia, acompañado de disartria”.
Chino mandarín para mi entender.
Lo dijo como quién da el menú diario.
12:45 Fui a comer.
1º Plato, calamares frescos con caldo de grosellas blancas de René Redzepi.
El vino lo eligió mi mujer, la sumiller; un Ekam del 2015.
2º Plato, carpa rellena al estilo judío.
Postre, tarta violeta de queso y chocolate blanco.
15:16 café turco con dulces y chupito de whisky japonés.
Las nieblas cubren mis sentidos adormecidos.
Mi cerebro no responde a los sabores.
Falta el aroma delicioso del pescado fresco y los vapores del Yamasaki, la plasticidad y sensación de terciopelo del chocolate, el perfume del ajo mezclado con el mar que transmite el calamar, falta la fortaleza que deja el cezve de cobre en la buena molienda, el lokum como dulce imprescindible en el matrimonio perfecto.
No estuvieron las notas cítricas, lo mineral, la amplitud y la buena acidez del blanco mezcla de Albariño y Riesling.
Entonces el milagro se manifestó.
Antes supe probar esta ambrosía propia de dioses.
El recuerdo estaba guardado como un tesoro bajo siete llaves, allí en una cava de mi mente de gourmet.
Mi parte hedonista salió al rescate de mis remembranzas y actuó.
Ante cada bocado, cada sorbo del vino amarillo oliva, cada vapor oscuro y espeso que insinúa aquel dicho turco:
“No creas en lo que veas, pero tampoco dejes de hacerlo”; la borra del café te dirá el futuro basado en tu pasado.
Mi pasado, allí estaban los perfumes, los sabores, los ambientes que le rodearon, las compañías que dieron su calor amistoso, las sensaciones que determinaban las emociones, cada uno de los colores que mi ojo veía y que se transformaban en fascinantes espejismos que degustar.
El Yo hedonista tejió con la habilidad de la araña, una trama finísima entre el ayer y el hoy.
Unió con sutileza cada impresión anterior con lo que la vista definía; como las gotas del rocío se desplazan lentamente por los hilos de la telaraña una mañana de primavera, así llegaron uno a uno los sabores a mi lengua ansiosa de evocar, y a mi nariz opacada por las nieblas neuronales.
El pescado supo a mar revuelto por el temporal; el vino me llevó a las viñas de mi amigo Raül recorriendo los lagares de fermentación, tallados en piedras milenarias; el chocolate fue nuevamente esa seda china deslizándose por mi boca; las grosellas supieron a salvaje herbal en rojo intenso; el alcoholizado bambú japonés inundó mis venas; al final Estambul se presentó desde lo lejos como un atardecer que nunca llega, estático, eterno, delicioso.
Ahora he comprendido.
Sé que los recuerdos tienen un sentido más que ser testigos de mi pasado, ellos son la medicina y la terapia recomendada por mi cerebro.
Ellos han tomado el timón de mis placeres nuevamente.
Y sí, de deleite se trata, siempre habrá un camino nuevo que recorrer.
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