El último cigarrillo

El último cigarrillo

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“Mierda, este es mi último cigarrillo. Joder”, pensé. Estaba oscuro y hacía calor. Mucho calor. Asfixiante. Tras las puertas de hierro y vidrio, había luz blanca transparente. Pero era de noche.

Estaba nervioso. Mareado. El humo se me metía por la nariz y lo sentía excesivamente espeso. El aroma. Olor a tabaco. Tabaco espeso.

El mismo que había sentido cuando tenía seis años. Mi padre me había recogido de la escuela. Mientras bajábamos caminando por la calle, metí mi pequeña mano en el bolsillo de sus pantalones. Toqué un paquete de cartón. Un paquete rectangular. Los pantalones desprendían el mismo olor espeso.

“Mierda”. Llevaba puestos los pantalones de mi padre. Me miré la mano. Estaba mucho más grande y arrugada.

Recordé un susurro. Estábamos sentados en la cama de mis padres. Mi hermana, asustada, me confesaba su secreto.

—Papá fuma.

“Papá fuma… Papá fuma…”. Una ambulancia aparcó en seco a diez metros de donde estaba. Se abrieron las puertas de metal y en treinta segundos los médicos y la camilla habían desaparecido.

Volví a recordar. Estaba en un baño. El olor espeso del tabaco se mezclaba con el de la marihuana. Estaba rodeado de amigos, pero también estaba solo. Sentado en la taza del váter sin escuchar nada de lo que me decían. Tenía dieciocho años. Ese día murió mi padre.

Di otra calada. Me pareció oír llantos. Giré la cabeza, distraído, y un poco de ceniza cayó sobre los pantalones de mi padre. Los limpié de un manotazo.

Dos años antes me quitaba como podía los mismos pantalones. Marta ya estaba desnuda. Follamos durante veinte sudorosos minutos. Cuando acabé, me estiré en la cama satisfecho. Alargué el brazo para coger el cenicero y el paquete. Me encendí un cigarrillo.

—¡Puaj! Qué asco. Odio el olor del tabaco.

La observé mientras se levantaba y caminaba por la habitación. Estaba muy guapa. Desnuda y con el sudor brillando sobre su piel.

—Algún día voy a dejarlo —le dije.

Las puertas de metal volvieron a abrirse. Un chico joven y con bata blanca se acercó nervioso.

—Ya hemos terminado, señor—me dijo—. Puede entrar.

Asentí con la cabeza, sin mirarle. Le di otra calada al cigarrillo. De todas formas, ya estaba a punto de acabarse. Lo tiré al suelo y lo apagué con la suela del zapato. “A la mierda”, pensé. Estaba nervioso. Nervioso y mareado. Mi último cigarrillo… Respiré hondo. El chico de la bata blanca estaba aguantando la puerta de metal, esperándome. Le seguí y entré en el hospital, dispuesto a conocer a mi hijo.

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