Bruna, una mujer tan simple y soñadora. Desde pequeña amaba la cocina, la música y narrar historias con su voz tan poderosa y resonante. Nadie entiende porque se dedico a las leyes, cuando sus pasiones eran otras. Claro, como si fuera tan simple decidir a los diecisiete años lo que querés hacer por el resto de tu vida.

Siempre se destacó por ser comprensiva, organizadora y entregar su voluntad al máximo para ayudar a los demás. Ese era su gran defecto, no ocuparse nunca de ella. Siempre estaba para los otros y olvidaba escuchar las campanas de su mente resonante con cada señal que el destino le daba.

Casi seis años escondida tras extensos libros que le resultaban aburridos, pero no quería reconocerlo. Resignaba su sueño de tener una gran casa de té en alguna ciudad de montaña, donde sonara siempre de fondo para acompañar a quienes fueran sus comensales, su genero musical preferido: el jazz.

A lo largo de su profesión, se topaba todos los días con ese gran vacío que se transformaba en andamio cada vez que se sentaba en silencio a pensar que no disfrutaba de su trabajo. Lo único que le agradaba era su marcada presencia y elegancia cuando se paraba frente a los estrados.

Con su metro y medio de estatura, podía llevarse el mundo por delante y ser una topadora cuando se le antojaba. Y así fue que un día despertó anhelando probar suerte con los vientos. Se compro su tan preciado saxo y comenzó a tomar clases de la mano de grandes maestros que hicieron expandir su encubierto talento. Nadie creía en ella para la música, mucho menos que pudiera combinarla con los deleites de banquete que preparaba cada tarde de domingo en su casa. Al poco tiempo, siendo tan amante de las melodías, se decidió por tomar unas clases de canto, cosa que nadie le tenia fe cuando se inclinó por ello, ya que siempre tarareaba solamente cuando estaba pasada de copas, en esas tantas juntadas de amigos y desafinadamente. La voz la educó a ella. La persiguió incansablemente hasta que escupiera sus miedos.

Sus deseos la corrían cada vez mas. Solo le faltaba ser intrépida y animarse a soltar lo que ya no la llenaba. Incansablemente su circulo amistoso y hasta gente no tan cercana, le reiteraba que arrojara todo por la borda y se subiera a esa escalera de avión para emprender el gran viaje hacia lo predilecto.

Fue cuando cumplió treinta años y tras siete de ejercicio profesional, que armó su valija, rescindió su contrato de alquiler y partió de Buenos Aires a Bermeo. Ese pueblo la había enamorado con su costa que bordeaba las pequeñas casas y eran la combinación justa para expandir sus sabores en el paladar de cada visitante de ese lugar indescriptible.

Junto a Laspio, un compañero de ruta que se había cruzado en aquel entonces, le dieron vida a NAOMA- Delicias caseras-, un lugar para sentirse como en casa y atentido por su anfitriona.

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