Te vi llorando. En tus ojos descubrí un pozo negro sin fondo. Caí como Alicia en esa espesura, sin red. Fui al Retiro a correr pero los colores rojizos de las hojas otoñales no me rescataron de tu abismo. Cuando regresé a la Plaza de Chueca seguías allí, dando de comer a las palomas con el alma encogida. Te di una manzana, sonreíste entre lágrimas. Cuando abrí el portal de casa oí que me llamabas: “Oye, ¿me das algo de pasta?” Negué con la cabeza. Me tragué los escalones de tres en tres de camino a una ducha caliente para espantar tu tristeza, pero tampoco se fue.
Al día siguiente tú sí te habías esfumado. A dos pasos del lugar donde te vi, delante del restaurante Lamucca, había un tipo que mostraba una foto preguntando por ti. Sentí como se me helaba la boca pero reaccioné a tiempo para alcanzar una copia. Leí: “Amanda, 20 años, perdida” y un número. Al instante deambulé buscándote, sin saber qué haría si te encontraba. Cuando la lluvia me sacó del trance en el que había pasado más de una hora decidí llamar al teléfono. Una voz ronca dijo:
“Sí, ¿quién es?”
“¿Quién eres tú?” Contesté desafiante.
Tras una carcajada soltó: “¿Qué quién carajo soy? Arrímate y verás quien soy yo.”
Colgué.
Esa noche tuve una pesadilla donde tú y otras mujeres llorabais en un templo lleno de velas, un hombre entraba y provocaba un incendio. Me desperté sudando de madrugada repitiendo “huye”.
Al día siguiente pude vomitarle a mis amigas la historia en un bar de Malasaña. Tras unas copas de más llegué a casa borracha. Cuando encendí la luz de las escaleras allí estabas tú, como un fantasma que pide clemencia con un pañuelo a la cabeza dejando al descubierto sólo tus ojos negros. Un escalofrío partió mi cuerpo en dos.
Sacaste un cuchillo y dijiste: “Si sales corriendo te mato”.
Con un hilo de voz te susurré: “Soy madre soltera, te ayudaré pero te suplico que no me hagas daño”.
Sin soltar el arma me dijiste que no tenías tiempo para explicaciones, que mirase en el móvil un billete para ir a Francia. Nos montamos en un taxi camino al aeropuerto. Me diste la mano muy fuerte, temblabas tanto como yo. Vi heridas en tu muñeca. Sólo la soltaste un segundo para escribir: ¨No vine aquí para ser puta. Mi verdadero nombre es Abebi.¨ Lloré en silencio. Con tu mano secaste mis lágrimas.
Aturdidas bajamos del coche. Me pediste que te despidiera con cariño para que nadie sospechara. Nos abrazamos como dos amigas que se van a volver a ver. Esperé hasta que cruzaste el arco de seguridad, levantaste la mano y en tus labios leí “gracias”.
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