Un tigre sensible y resentido se oculta en una cueva en una pradera boscosa. Se siente medio perro, medio pájaro, pero su aspecto endeble, como disecado, no responde a ligre ni a tigón. Pobre félido panterino mamífero carnívoro, aunque tigre no es rápido ni fuerte ni excelente nadador. No recuerda cómo ser tigre y se siente tan ridículo e informe que decide que bajo ningún concepto volverá a salir al exterior.

Se escucha el sonido de un río cercano que canta entre risas a las piedras que pisa. Varias veces al día cruzan tigres solitarios por delante de la cueva. Su hedor les delata. Se dirigen a beber al río y el ermitaño observa con envidia su musculatura, sus saltos, su valor. Un rugido borboteante brota del interior de su garganta rota, pero el breve murmullo se disipa sigiloso y sosegado hasta el silencio; hace tiempo que ser territorial dejó de ser un deber acuciante. El tigre se siente solo y triste como un perro abandonado, es su alma floresta devastada en peligro de extinción.

Aburrido del cautiverio autoimpuesto centra la mirada en su pelaje que le recuerda a los surcos de un campo de trigo arado al sol. Cómo desearía saber volar, piensa, podría contar las líneas de la tierra; y al imaginarse a vuelo de pájaro descubre que su piel tiene exactamente cien rayas. Le parece un número hermoso y decide observar cuántas tienen los demás. Qué sorpresa averiguar que cada individuo tiene un número de rayas distinto y una disposición particular. Unos días después llega a la conclusión de que no hay un tigre igual a otro, cada uno tiene un patrón único, un camuflaje propio. Emocionado y aliviado por ser tan diferente como sus congéneres, se atrevió por fin a dejar la cueva y a ser, sencillamente, él mismo.

Un tigre camina en la oscuridad con el corazón lleno de estrellas.

Inspirado por el relato Dreamtigers de Jorge Luis Borges.

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