Esperanza, así figura en su partida de nacimiento amarillenta ya, enmarcada en la pared entre bordados, sobre un espejo que le devuelve el reflejo de una Esperanza donde el tiempo ha labrado surcos y arrugas en la piel. Aún puede echar la vista atrás y recordar. Bordaba no pudiendo entregarse al placer de leer, arte que no aprendió a la edad en que se debe aprender. La mayor de seis huérfanos de madre, que apagó su vida alumbrando otra. Esperanza García Buendía. Tres palabras. Una concatenación de letras que no era capaz de hilvanar, pues la necesidad obligó a cambiar las cartillas por el mandil y la cocinita de latón por la de carbón. Demasiado peso para sus hombros de niña de ocho años. Esperanza tenía edad de jugar pero la carga de una casa asolada por la pérdida se lo impedía. Lo hacía por obligación pero con dedicación y amor por sus hermanos, su padre y por la memoria de su difunta mamá. El hambre se la quitaban con lo poco que su padre podía en suerte conseguir para la olla, insuficiente para colmar tanta boca pidiendo pan. Fue por eso que cuando cumplió doce años el relevo pasó a la siguiente hermana y ella marchó a servir a una casa de la capital. Nunca pisó la escuela. Esperanza creció trabajando como una mujer y enviando todo el salario a una casa necesitada de todo.

Con el tiempo la carga se repartió entre los hermanos y Esperanza pudo respirar un poco. Llegaron los años mozos, el amor y el tiempo de desposar y con ellos la crianza de su propia camada. Esperanza empujaba la piedra ladera arriba y, cuando parecía concluir, la piedra rodaba ladera abajo y Esperanza a vueltas con la tarea. Como el mecanismo de un reloj eterno.

Cuando sus hijos comenzaban la escuela Esperanza volvía al mocho, a la bayeta, a los madrugones y a los callos en las manos…

Distinguía la lejía del amoníaco acercándoselo a la nariz porque no reconocía las letras impresas de las etiquetas. Fue a sus cuarenta largos cuando decidió que ya era hora de despojarse los miedos y dejando atrás la vergüenza, dar un paso adelante matriculándose en la escuela de alfabetización para adultos. Soñaba con poder leerle a sus nietos los cuentos que ella nunca escuchó.

Los años, como las páginas de los libros que ella ya leía, fueron pasando y su ansia de conocimiento se fue expandiendo por su interior como una bola de nieve. A las pruebas para la Universidad sólo un paso. Universidad que Esperanza, y sus manos artríticas, conocían de memoria: cada suelo, cada pared, cada aula, cada despacho, cada azulejo…

Hoy acomodando los cuadros de la pared, Esperanza podía reconocer su partida de nacimiento, las letras bordadas cobraban nueva dimensión y ya pronto colgaría de la misma pared, junto al espejo que devuelve su propia imagen de Esperanza hecha a sí misma, su título de Licenciada en Historia. Y eso la llenaba de júbilo.

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