He pasado demasiado tiempo lejos de nuestra calle. Pero siempre quedan los recuerdos de las mañanas y los vecinos. De aquellas épocas en que casi todos nos conocíamos.
Cuando había un acontecimiento importante, celebrábamos afuera, tal como cuando se casaron María y Antonio, o cuando se recibió el hijo de los Pereyra. Sacábamos mesas y sillas, nos prestábamos manteles y fuentes. Había empanadas, pasteles y cosas dulces y, eso sí, nunca faltaba la bebida.
Hasta que un fin de año, Luisito trajo sus equipos de sonido y de luces y los instaló en la vereda. Los vecinos de otras cuadras escucharon la música y se vinieron a bailar en nuestra calle. Aquella fue nuestra última fiesta. Los desconocidos que nos invadieron hicieron que nos replegáramos en nuestras casas, que nos despidiéramos de una época. Nunca más hubo reuniones, nunca más hubo bailes.
Poco a poco fue llegando gente nueva, distinta, que apenas si saludaba. Pintaron los frentes de las casas, convirtieron los jardines en estacionamientos para sus autos. Instalaron antenas, luces que se encendían a la noche cuando alguien pasaba, cámaras de seguridad.
Fue entonces que me fui del barrio.
El verano pasado se me dio por dar una vuelta por nuestra calle, fue un error, ¿Para qué quise volver? Pero al menos, los árboles, nuestros árboles del paraíso, seguían allí. Aunque las veredas ya no fueran nuestras, y parecía que tampoco de ellos. Sacaban sus raíces hacia afuera y hasta levantaban las baldosas. Comprendí que querían huir.
Ahora nuestras casas están ocupadas por espectros misteriosos que moran encerrados tras las paredes, espiando por las ventanas a través de las cortinas, cuidando que nadie pase por su vereda. Hasta los perritos callejeros huyeron asustados por el misterio.
Hace unas noches, pasé nuevamente por allí, era tarde y a mi paso las luces se iban encendiendo y las cámaras me espiaban. Pensé que mejor me iba ya mismo, pero entonces me pareció que los antiguos vecinos salían a la vereda a caminar a mi lado, que alguno me pasaba el brazo por encima del hombro como en aquellos tiempos, y esa sí fue entonces mi verdadera despedida. Esa noche mis propios fantasmas y yo bailamos y brindamos en la calle, dimos una última mirada y nos fuimos todos juntos arrebatándoles a los invasores aquello de lo que se habían apropiado, nuestros viejos recuerdos.
Nos fuimos cantando como antes, casi a los gritos, y de pronto comenzó a llover y el agua barrió hasta nuestra última huella. Al llegar a la esquina me di vuelta para dar una última mirada y vi que los árboles del paraíso ya no estaban. También ellos habían abandonado el lugar, entonces sí experimenté una sensación de triunfo y, aunque me alejé llorando, mi felicidad fue completa.
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