Te hará llorar
Otra vez.
Mi padre ha vuelto a entrar en mi habitación. Apenas ha amanecido. Ha cerrado la puerta y se ha empleado a fondo; de nuevo, hasta que no se ha quedado a gusto no ha salido.
Aún no se ha apagado el sonido de la puerta al cerrarse cuando ha entrado mi hermano. También se ha despachado a gusto; a él sé que le gusta. No hay más que ver su cara cuando ha terminado; esa sonrisa estúpida de hermano mayor.
Siempre los domingos por la mañana.
Mi madre no está en casa. Tiene turno en el hospital hasta el mediodía. Por eso han madrugado.
Después del vapuleo, como si se hubieran puesto de acuerdo, al salir, me dicen: “y no te entretengas, que el desayuno está preparado”. Me calzo unos vaqueros, me pongo unas chancletas y bajo a la cocina.
Mi padre, al verme, se ha centrado en la taza de café solo que toma cada mañana. Un seco “siéntate” a modo de buenos días. Su mirada me rehúye, como si se avergonzara de su proceder media hora antes.
Un par de tostadas, un zumo de naranja y un colacao. No tengo cuerpo yo para esto.
Mi hermano también me evita; desayuna de pie, junto al fregadero.
Pronto se irán ambos, cada mochuelo a su olivo, y me dejarán aquí, rumiando mi vergüenza con una tostada fría.
Al mediodía, cuando llegue mamá, todo será alegría.
Y yo, cada vez con peor cuerpo. El vómito aguarda, agazapado, a que surja la más mínima ocasión; esas ojeras, esa cara de muerta viviente.
Me levanto y tiro el colacao al fregadero. Abro levemente las cortinas y me enfrento a la imagen de los dos: mi progenitor corta leña sobre un tocón, con unos golpes certeros. Diría que cargados de ira ciega. Mi hermanito, al que tanta rabia le da que le nombre así, juega al solitario y repetitivo juego de encestar en la canasta colocada a la entrada del garaje. Es guapo, el chaval. Siempre me lo ha parecido.
Por fin llega mamá: me derrumbo y comienzo a llorar desconsoladamente.
– ¿Qué le habéis hecho esta vez? (De nuevo vuelve a hacerlo: tiene un acuerdo tácito con ellos. Se presenta como desconocedora. Y hay que ver qué bien lo hace) Todos los domingos igual, pero yo os juro que os voy a descubrir. ¿Acaso no la queréis a la pobre? ¿Qué vergüenza!
Padre e hijo callan.
¿Cómo decirle que su pequeña es una alcohólica, que ya no sabe subsistir sin el botellón?, si ella ya lo sabe. Y a saber que más se mete. Que cada domingo tienen su charla matinal, con la que no consiguen nada. Cada puñetero domingo igual. Que la quieren mucho, que no soportan verla vomitar en el fregadero, vagar por casa como un alma en pena, llorar.
Si hay alguien que la quiera son ellos. Con un amor incondicional.
Y siguen esperando ese día en que quizás sus charlas hagan mella. Ese domingo.
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