PULPO A LA GALLEGA

PULPO A LA GALLEGA

Hace un par de días, tuve la oportunidad de pasar frente a una tasca y sus aromas me retrotrajeron a los almuerzos domingueros en las tascas cercanas a aquella plaza de tu infancia, cuando ibas de la mano de tu padre mientras yo, observaba a través del ventanal donde aposté aquellas macetas con violetas y geranios, las mismas que se comió “Pengüin Guiseldas”, el gusano que adoptaste como mascota.

Ese día fuimos juntas, ¿lo recuerdas?

–¡Señoooooooooor! Quiero un pulpo a la gallega.

El mesero te observó sorprendido y, dirigiéndose a mí, preguntó:

—Señora, ¿ordeno el pulpo para la niña?, es un plato que, normalmente, a los niños no les gusta.

Te miré a los ojos y contesté:

-Ordénelo, por favor, a ella le encanta.

-¿Por qué los mayores no le creen a los niños?, repusiste, visiblemente enojada.

-¿Por qué tiene que preguntarte?, si quien se lo va a comer soy yo

-Es lo correcto, Mari, eres una niña.

-Pero los niños sabemos lo que nos gusta. Ustedes nos dicen toooooodo el tiempo que los respetemos, pero, ¿y ustedes? ¿Por qué no nos respetan?

-Lo siento, Mari –dije- ya pasó y tu pulpo viene en camino, ya no te enojes, solo tienes seis años.

-Cuando seas grande lo recordarás y, tal vez, comprendas un poco mejor lo que sucedió hoy.

Nunca me has dicho si recuerdas este incidente, pero te he visto actuar con tu hijo y creo que, en varias ocasiones, debiste haberlo recordado. Lo digo por lo que me comentaste acerca de tu hijo cuando creció y, con apenas 12 años, medía diez centímetros más que tú y calzaba 43.

-Mami, a veces, me da miedo reprenderlo porque tiene mucha más fuerza que yo, pero debo hacerlo, soy su madre y me tiene que respetar-

Luego, me miraste y acotaste:

-Él sabe que, cuando tiene razón, lo respeto.

Con tus palabras recordé aquel día; tú, sentada en la poceta, pidiéndole a Dios que no te castigase y te permitiera “hacer pupú” sin tanto sufrimiento

-Diosito, no me castigues, seré buena siempre.

Al escuchar tu ruego, te dije:

-Mari, Dios no castiga jamás, él nunca te lastimaría; nada ni nadie tiene por qué hacerte daño, pues no has hecho nada malo. Recuerda esto siempre.

Veinte años más tarde, tu hijo, sentado en la poceta, se sentía mal y se quejaba de ser castigado por malo. Fue, entonces cuando le dijiste:

-Tú no eres malo; no haces nada malo, por eso no eres malo.

-No permitas a nadie que te haga daño ni estropee tu derecho a ser feliz, ni siquiera a mí.-.

Hoy, a más de 20 años de aquella tarde dominguera, recorro la misma plaza sin ti, sintiendo el aroma del pulpo a la gallega.

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