Aquella mujer tenía la pierna rota y fue a entrar al Metro. La mala suerte quiso que la escalera mecánica también se hallara rota y que la estación tuviera una escalinata larga y empinada como pirámide de Moctezuma. La mujer se aferró a sus muletas, se asomó a la escalinata, y decidió bajar. Se sentó en el primer escalón y, ante el asombro de la gente, tiró el par de muletas escaleras abajo. Las muletas metálicas chillaron, brincaron unos cuantos escalones y se detuvieron. Había comenzado un proceso dantesco. La mujer, con la pierna mala muy estirada y enhiesta, fue bajando escalón a escalón, utilizando su pierna sana y sus brazos a modo de piernas. Se parecía de manera brutal a algún tipo de artrópodo. Cada vez que llegaba hasta las muletas, las cogía y las volvía a tirar todo lo fuerte que podía. Las muletas volaban, como extrañas jabalinas, y después deslizaban algún escalón de la interminable escalinata. Así, poco a poco, la mujer iba descendiendo.
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