Verónica vive sola con Lolita en la parte alta de la ciudad. Todos sus muebles encajaron perfectamente en el camión de mudanzas que la trajo desde el mar: ni muy apretados, ni muy holgados. Verónica tiene exactamente diez muebles. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Son una cama grande, una mesa de cocina, cuatro sillas, un sofá de cuero blanco, una mesita de té, una mesita de noche, y un tocador de madera. En el tocador guarda sus medicinas y sus braguitas, todas blancas, todas de cien por cien algodón.

Verónica ve el mar desde su ventana. También desde la piscina de la azotea, donde nada tres veces por semana. A Verónica le parece muy conveniente tener piscina en casa, para poder cambiarse de ropa rápidamente. Antes, con David, cuando se bañaban durante horas en el mar y después cenaban en algún restaurante de la playa, pasaban mucho tiempo mojados. Verónica todavía va a al mar cinco días por semana. Su trabajo está a siete paradas de tranvía. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, por la mañana, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, por la tarde.

Ahora que Verónica vive alejada del bullicio, tiene más tiempo para escribir. Lo que mejor funciona es el “método pomodoro”. En su bullet journal, Verónica apunta con circulitos verdes los intervalos de veinticinco minutos durante los que escribe sin distracciones. También anota las veces que nada (una, dos, tres, por semana) con un cuadradito azul. Desde que Lolita fue diagnosticada de diabetes, Verónica debe inyectarle insulina dos veces (una, dos) al día, cada doce horas. Verónica registra las inyecciones con palitos rojos. Antes de dormir, Verónica toma un cuarto de pastilla de Orfidal, aunque no lo apunta. Hace unos días, Verónica soñó con dos hermanos gemelos que quitaban el gotelé e instalaban cortinas de terciopelo negro que Lolita y Verónica usaban como hamacas.

Un día Verónica llega a casa y Lolita no se mueve. Verónica la intenta despertar y, cuando no lo consigue, la mete en el trasportín. Antes de salir para el veterinario, Verónica va al baño y ve una mancha roja en sus braguitas blancas, pero no tiene tiempo de cambiarse. Cinco paradas de tranvía. Una, dos, tres, cuatro, cinco, “no hay nada que hacer”, una, dos, tres, cuatro, cinco. Esa noche, Verónica toma una pastilla entera de Orfidal y aun así ve en números rojos las dos cuarenta, las tres veintitrés, las cuatro treinta, y las cinco cero tres. A las cinco veintitrés se levanta y comprueba en su diario que todas las rayitas rojas están ahí.

Inexplicablemente, los mismos diez muebles de Verónica no caben perfectamente en el camión de mudanzas. Verónica abandona el último de ellos, el tocador, en medio de la calle. Mientras la nueva Verónica de nueve muebles se aleja colina abajo, observa en el retrovisor la imagen menguante de una mujer rubia que cuenta sus pasos. Uno, dos, tr… y Verónica gira hacia la avenida, de vuelta al mar.

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