Las vacas no saben nada de libros, y aunque los libros saben mucho de vacas, fueron ellas, las que me recordaron cómo vivir de verdad.
No te das cuenta, ocurre lentamente; el ajetreo, el estrés y la falta de humildad te poseen poco a poco, van apoderándose de tu cerebro. Al principio te hace feliz, te engancha en la rutina, en la búsqueda de nuevos horizontes que todavía empeorarán más la lucidez primigenia de ese ser inocente que fuiste al nacer.
Cada etapa es un reto; las mejores notas, el mejor trabajo, la mejor ropa, el coche de última generación, la casa y, por supuesto, la boda.
Ese día me sentía especial, diferente; estaba embobada. Todo había sido calculado hasta el último detalle, sin flecos que cortar ni más florituras que añadir. Los narcóticos sociales enterraron lo poco que me quedaba de humanidad.
Decidí libremente, de la misma forma expresé mis votos de amor eterno: una inconsciencia por mi parte, justificada por el velo de las nuevas creencias que se habían implantado en mi cerebro. Me preocupaban más los detalles; el fotógrafo llegó tarde. Por lo demás, todo perfecto. O no, había algo discordante en el ambiente, un tufillo imprevisto en la mesa presidencial, un personaje al que no había conocido hasta ese mismo día, un pariente de mi marido, discreto y mal vestido. Olía a vaca.
Le vigilé, observé sus pasos, no fuera a dar alguno que lo estropease todo. De su americana arrugada se apreciaba un pequeño bulto en uno de los bolsillos; me obsesioné con él. No tenía corbata y sus zapatos estaban viejos y gastados. Le odié por ser tan amable y educado, por atesorar algo en aquel bolsillo que yo no podía ver y tal vez fuese mío.
Busqué la mirada de mi marido. Elegante en su traje de diseño, me acogió entre sus brazos, y entonces me di cuenta: me abrazó como abraza el timón del velero; mostraba a la novia como lo hizo con su nuevo Mercedes. Le miré y me vi en un espejo. Me odié a mi misma, por mi grosería, por la mediocridad de mi actitud.
Entonces, el invitado se fue.
Salí del banquete sin dar explicaciones. Seguí su coche en un largo trayecto por autovía. Al llegar, recogí mis faldas todo lo que pude para evitar el barro en la entrada de la granja. Nerviosa, le grité para llamar su atención mientras abría la puerta de casa conmigo a su espalda.
Su sonrisa lo decía todo. Sacó del bolsillo a Luca de Tena y me dejó sola con las vacas. Arropada con las sedas de mi vestido de novia, leí durante horas “Los Renglones Torcidos de Dios”.
Y así comenzó mi desintoxicación. Durante años volvía cada viernes a leer sus libros entre las vacas. Ellas y ese gran hombre, me enseñaron a vivir el momento presente, a masticar sin prisas, a buscar agua, a sentir el frío cuando hace frío y a protegerme del calor. Poco más hace falta.
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