Fui considerado el mejor bebedor y catador de café. Sin embargo, un problema de fondo persistía desde el inicio, un problema que nadie supo.

Nunca.

Hasta ahora.

Cuando acudía a aquellas fiestas todos los elegidos tomábamos cafés solos en tazas blancas de borde grueso y redondeado, luego debíamos mencionar sus características ante el jurado, ser muy precisos. La exigencia era inmensa.

Pero no, no quiero aburriros con detalles sobre estas fiestas del café, no importan. Deseo centrarme en lo que ocurrió tras mi fracaso, y en Ana, sobre todo en ella. Sí.

Ahora.

Fracasé debido a los efectos que el café tenía en mí. Para ser capaz de detallar todo el sabor del café, todos sus características exactas, tenía que ingerirlo. Entonces pasaba noches y noches negras en vela y en silencio, era incapaz de dormir durante varios días y cuando al final caía rendido las pesadillas eran espantosas, despertando aterrorizado. No podía echar el café fuera, escupirlo. El deseo al llegar a mi boca era tan grande que debía tragar, saborearlo y tenerlo hasta el final. No tenía remedio y el fracaso, la caída y el fin, llegó. Ingresé en el hospital totalmente debilitado y ausente del mundo, sin ganas, sin deseos por nada ni nadie más allá del café y sus fiestas. Desconocido. Pasé mucho tiempo en el hospital, tumbado. Se me obligó a no probar nunca el café, a no saborearlo jamás.

O si no la muerte, me dijeron.

Hice caso, totalmente.

Pero seguí acudiendo a las cafeterías, aquellas donde había empezado todo. Pedía una botella de agua con gas o una infusión para oler el aroma a café de los otros. Observaba beber a los que lo pedían solo y no echaban azúcar ni lo removían para que se enfriara. Sólo a ellos. Les miraba con deseo, tomando yo lo que fuera, daba igual.

Una tarde, a las cinco y media, un invierno muy frío, cuando fuera llovía tranquilamente y las nubes grises nos protegían a todos del cielo azul e infinito, la vi entrar. Era Ana, ella. Ana. La observé pedir tres cafés solos como yo quería. Durante horas Ana estuvo ante mí, bebiendo su café y escribiendo en un cuaderno.

Al ver a Ana pensé, y encontré la solución al único problema que me importaba, al problema que me seguía haciendo sufrir todos los días. Pensé en levantarme y sentarme junto a Ana, hablar con ella y contarle todo, mi pasado como catador y bebedor de café, el mejor de todos. Pensé en hacerle una proposición que podría parecer extraña, un tanto descabellada, un tanto extravagante. Pensé en decirle a Ana si, quizás, ella podría tomar el café y tras ello besarme. Darme un beso, porque así podría saborear el café sin tenerlo y no morir. No matarme definitivamente.

Y seguir siendo.

Esta vez juntos, junto a Ana.

Aquello fue el nuevo inicio, o como dicen, un segundo nacimiento.

Pero le pregunté, al levantarme y sentarme junto a ella:

—¿Qué escribes en ese cuaderno?

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