En mitad del vuelo, me despertó el pasajero de al lado besándome sin mi consentimiento. Tendría unos 75 años y era ex piloto comercial.

Pretendí que no ocurría. El miedo a la soledad me hacía cometer estupideces, como callarme un acoso. Pensaba que este viaje por América Latina serviría para escapar de mis monstruos. Comprendí entonces que me los había traído conmigo en la maleta.

Dejé el aeropuerto de Río de Janeiro aturdida. Una vez en el hostal, me obligué a dormir profundamente.

Al día siguiente, en la tarde, salí a correr sola por Copacabana.

Después de unos 30 minutos, comencé a comprar caipirinhas a vendedores ambulantes. Tres sirvieron para que cambiara el libro de Carlos Fuentes que había traído de México por música electrónica en mi móvil. En silencio, evoqué aquellos años de dulces evasiones del dolor en grupos de jovencitos rebeldes, listos y atormentados.

Cayó la noche, empezó la lluvia, y con ella mi camino hacia el hostal haciendo eses por la playa. A mi alrededor, las familias recogían sus toallas. Yo no quería llegar nunca. ¿Para qué llegar donde nadie te espera?

Entonces, vi al chico. Estaba en cuclillas junto a sus artesanías. Tenía el torso desnudo. Era flaco, indio, y lucía rastas naturales hechas al son del mar.

Me interesé por un collar de diente de cocodrilo. Enseguida nos reímos; estábamos contentos de habernos conocido. Éramos dos niños salvajes de tribus distintas que de pronto se ven cara a cara. Dos criaturas de planetas alineados. Dos personas de la misma tierra.

Me puso el collar de cocodrilo y me dijo que venía del Amazonas. También me adornó con un pendiente de pluma de colibrí. Me sentí halagada; aquello era un intercambio de presentes.

Le di uno de mis auriculares y puse la canción “Tú Conmigo” de Vitalic.

La vida explotó dentro de nosotros.

Corrimos hacia el mar abandonando todo lo que teníamos. Bailamos como locos. Él reía tanto que pensé que era la primera vez que escuchaba música desde un teléfono; tan cerca del tímpano con el volumen altísimo.

En el horizonte, justo encima del fin del mar, lucían dos estrellas a la misma altura que nuestros ojos. Jamás había tenido esa perspectiva del cosmos. “Estoy en un lugar desconocido”, pensé.

Sin hablar el mismo idioma me contó que era del norte, de la selva. Me dijo que tenía muchos hermanos. Me habló del hambre. Me enseñó sus manos. Tenían dos enormes protuberancias en las palmas. Me dijo que había tenido un accidente tratando de robar energía de un tendido eléctrico. Casi muere.

Sentí su dolor. Sus heridas eran las mías. Quedamos en silencio.

– «¿Quieres dormir en la playa?
– «Sí», contesté sin pensarlo.

El chico tomó unos cartones y una sombrilla abandonada. Tenía una manta consigo. Nos hicimos una casa y después de acariciarnos el pelo, dormimos abrazados.

Al día siguiente me dijo: «tuvimos suerte. Es peligroso dormir en la playa.»

Nunca más le vi. Seguro que, como yo, sigue su camino curándose las heridas.

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