El retumbante viento dejaba entrever las huellas de sueños emigrantes impregnados en la tierra cobriza del desierto, las cruces en el monte, en la tierra de los muertos olvidados se convirtieron en el rostro circular que abrazaba el horizonte. El polvo dejaba un sabor amargo en la garganta y sus manos sudorosas me acercaban un nuevo oxígeno, dándole un anónimo aire a la esperanza.
Mi madre apresuraba los pasos, yo escuchaba el vibrante latir de su corazón cuando me llevaba cargado a su pecho y el tibio transpirar de su cansancio cobijaba la herencia de su amor. Habían sido varios días de caminata por los serpenteados senderos, que escondían las llaves de la ilusión. La entereza frente a la vida la motivaba a cosechar del riesgo, una esperanza.
El sueño la abordaba en medio del desierto y juntos mirábamos el anochecer danzar en las estrellas. Ella decía: «Miguelito, cada estrella es una esperanza, mira el cielo infinito y veras dibujado, tu futuro lleno de oportunidades en esta nueva tierra ».
El camino iba dejando sueños enterrados por el cansancio, pero ella mordía sus lagrimas y no daba paso a la duda, la constancia de su decisión superaba hasta la muerte.
Nos detuvimos a la sombra de un pequeño matorral de maguey.Mi madre sacó de su mochila un pequeñísimo camión de madera hecho por mi abuelo, me lo entrego diciéndome: «Miguelito, nunca te olvides de los muertos, recuérdanos, y así nos mantendremos vivos junto a ti».
Allí, sus manos resbalaron por mi rostro acariciándolo y su vida se escapó sometida al sol. El aroma dulce de sus besos se esfumó en el tierno perfil de su existencia.
La mirada penetrante del traficante de esperanzas nos miró y siguió su camino sorteando el amargo sabor de nuestra pena. Mi tía y yo tratamos de ayudarla, pero el paso a la eternidad no tiene compasión. La enterramos a la sombra de una cruz junto a su eterna esperanza al cuidado de pajaritos fantasmas.
Avanzamos por el corredor de la angustia cobijados por el deseo de vivir y al cruzar la frontera, la patrulla fronteriza apareció arrebatándome de los brazos de mí tía, haciendo que hasta Dios llorase de impotencia. Ella gritaba: «No se lleven a mi pequeñito», mientras yo, aferrado a mi camión, con clamoroso llanto mordía los brazos de aquel hombre que por un instante vendió su conciencia al tiempo.
Aquel fue un espacio diminuto de eternidad, donde, junto a muchos niños, colgué los hilos de mi fe y abracé el eterno cálido amor de mi madre. Nunca más supe de mi herencia. Todo quedó guardado en mi camioncito, que cargaba el viento del sur, cálido y triste. Hoy, junto a mis padres adoptivos, izo mi bandera, atesoro el progreso de mí vida, miro mi camioncito y recuerdo vivos a mis muertos, abrazo la sonrisa de mi madre, escucho su voz, dibujo su rostro, la veo en el espíritu indomable de mis hijos.
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