El piso de la calle lo forman el barro endurecido y las piedras domadas de aristas, también es digno de mención, el pie que las hace romas y al otro alisa y las gentes que pasan y no regresan…Y sobre él dejan su huella.

“Angelitas”, ahí va su historia con todo mi respeto hacia una niña muerta.

Era mi vecina, desde mis ojos de niña era una mujer mal acabada que andaba seria e imponente por doquier sabedora de muchas cosas, poseía una mente prodigiosa. Querer estar vivos es querer y se nota si en la calle todos los días se te ve, bien aseada, bien vestida de niña, pero mujer.

Jugaba a todos los juegos, la comba, el dado, el gavilán… siempre ganaba y andaba triunfante desafiando con su cruel y burlona sonrisa.

Su maldad se convirtió en virtud protegida por su misteriosa enfermedad.

El recuerdo más nítido en la memoria, es el de su ataúd con ella dentro, vestida como todos los días, pero rígida y fría. Tenía la fuerza necesaria como para mover el mundo, un mundo donde su cuerpo no respondía.

Ella era el vínculo que en cierto modo nos unía a todos cuando ateridos de frío buscábamos cobijo en la casa de la abuelita. La cadena.

Su vida, segada por una guadaña despiadada que llevaba acechándola desde el primer momento que atisbo la luz.

¡Ay destino indeleble!

La pequeña casa, la chimenea que humea, los abuelos que en el fuego se calientan, en invierno, cuando tanta oscuridad te rodea, al final de la calle… ¡la casa prendida te espera!

Bellas nubes negras sobre la montaña lejana acechan, pero encendidas las mejillas por el frío, desvías la mirada, corres al cobijo y avivas la llama de la pequeña casa donde habita la “Maranga”.

¡Celestial melodía de unos aretes de filigrana!

Preparados para sentir miedo, que digo !pavor!.

Parece ser que detestaba el ruido de los niños, las risas y los juegos…

¡Andaos con cautela temerarios, o bajará la escalera y con su abrazo frío y “mugilaginoso” desapareceréis para siempre!.

Solo algunos, poco tiempo después de aquellos anhelados relatos, desaparecerían para siempre.

El día de su marcha, vi el camión cargado de trastos para sobrevivir tres meses en una masía y ganar el sustento.

Primeros de noviembre quizás.

Nevaba y ya era grande la nevada caída de la noche anterior.

La luz amarilla dentro, azul oscuro afuera que pelea con el blanco inmaculado del hielo.

Sirenas mudas parpadean paradas y ávidas a la vez, en la puerta de enfrente.

¡De tantas maneras se presenta la muerte intransigente!

Se crece y engrandece a la vez que oscurece de la fuerza que trae.

A la mañana siguiente gris y helada todos pasamos a verla.

En su ataúd metida. Su pelo pobre recogido en una larga y oscura trenza y sobre su pálida frente descansa un flequillo adornado con una verde diadema, de esas que ella tejiera en las largas tardes de verano mientras tomaba la fresca.

Descanse en paz.

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