No podía creerlo. Sentí emociones opuestas: por un lado, paz y alivio; por otro, mucha tristeza.

Hacía tiempo que no pisaba la capital. Aún sentía miedo, pero tras la llamada de Tibu, no tenía sentido posponer más aquel viaje. Recogí las pocas pertenencias que había acumulado en esos años y me fui a empezar una nueva etapa de mi vida, dejando a mis espaldas mis temores.

Madrid, por muchos años que pasasen, no cambiaba su esencia y desde mi llegada a la estación de Atocha me engulló el maremagno de esa gran ciudad.

Crucé hasta El Brillante para comer algo rápido antes de arrastrar mi pesada maleta cuesta arriba hasta el Café Central donde había quedado a las cuatro. De pronto, me invadió una nostalgia al oler aquel bocadillo. Me transportó a aquellas primeras citas en el Retiro en la primavera del noventa y seis. Él tenía un trabajo precario y yo la mochila llena de libros y pobreza económica, heredada de mis padres que con mucho esfuerzo conseguían pagarme la universidad, así que, del gran bolsillo de su chaquetón cada viernes sacaba un bocadillo de calamares que compartíamos entre beso y beso. Calabesos, les llamábamos.

Con el hambre ya saciada y un corazón algo menos seco, pagué y emprendí la cuesta arrastrando mi pesada maleta hasta el Café Central, donde ya me esperaba Tibu con una gran sonrisa. Notas de jazz, el relajante tintineo del hielo flotando en las copas y el embriagador aroma a café del bueno acompañaban a sus palabras de alegría y cariño.

¿Qué podía merecer que siguiese renunciando a todo aquello que tanto amaba? Nada. Mi marcha fue necesaria para recomponerme, pero, una vez unidos mis pedazos, sabiéndome mucho más fuerte y sin su presencia, ya no tenía sentido no regresar.

Ahora podía volver a aquella casa de sólidos tabiques, techos altos y viejas contraventanas que tantas veces ocultaron sus golpes y mis súplicas. Las mismas paredes que contuvieron el amor infinito que se profesaron mis padres mientras vivieron. El umbral de la puerta que una noche la policía echó abajo salvándome la vida. El suelo sobre el que retumbó mi cuerpo al desplomarse, justo antes de que Tibu, mi vecina y amiga de la infancia, llamase al 091 por tercera y última vez. Es gracias a ella que hoy sigo viva.

De mi vida con él quiero borrar el sabor de los momentos amargos y elijo guardarme ese olor a calabesos que me hace sonreír por dentro y me recuerda una valiosa lección.

Afortunadamente ya dejé de culparme. Ya no importan los motivos por los que se volvió violento. No dejaré que el rencor me pudra las entrañas.

Hoy estoy de nuevo en casa dispuesta a recuperar mi vida y puedo respirar sin miedo. Respirar. Soy libre.

Adiós, Saúl. Descansa en paz.

Que la bondad de la tierra convierta en abono lo que un día fue veneno.

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