La coliflor sonreía de manera extraña, absoluta. Asomaba de medio lado en el contenedor. La habian arrojado de mala manera y dormitaba esperando el final de sus días mientras su carne sabrosa me invitaba.— ¿Es a mi a quién hablas?…
El estómago me crujía de forma exacerbada. Ya la estaba imaginando rebozada y humeante rozando mi paladar ansioso.
Era una mujer valiosa, llena de mí y con el talento bailando ante mis ojos sin otro motivo imperante más, que realizarme a mí misma y huir de las tradiciones impuestas. Allí estaba en este momento tan crítico; mendigando y jugando a la supervivencia.
Me había jugado todo a una carta; era la carta del amor y la independencia.
¿La independencia?… ¡sí! jugando a ser atrevida en un pueblo donde no estaban preparados para tal afrenta: Una mujer emprendiendo sueños, divorciandose de la infelicidad, dejando atrás la tradición familiar impuesta de mujeres sumisas y obedientes.
Con ello, también dejaba atrás las secuelas de un abuelo abusador que todos callaban; una madre llorando día y noche su infancia maldita, donde según nos contaba, escuchaban el eco de sus voces que tristes chocaban en las paredes huérfanas de aliento y vacías de ilusión en aquella cocina donde se crió. Todo ocurría después de la Guerra Civil, con las penurias aullando a la vez que el viento frío se colaba por las rendijas recrudeciendo el hambre que sentían y no saciaban. Y por último; un marido empeñado en “ Conmigo y nunca sin mí “… Demasiadas desgracias, demasiadas herencias desportilladas.
Por ello, todo mi sueño cayó como se había aventurado: bordeando el suelo como si se tratara de un castillo de naipes rozados por una brisa de viento.
Jugaba, ¡sí!, a ser una mujer que alzaba su bandera y el viento la ondeaba con fuerza soñándola victoriosa.
Volví a mirar la coliflor que me hablaba, estaba segura de su lenguaje silencioso. Era mi baza a calmar el hambre que acuciaba sin dar tregua.
-¡Vamos!, —¿A que esperas?… —No mires alrededor, no sientas vergüenza y tampoco imagines, que había otra fórmula de salir airosa de tal situación—. No la había…
Miré a un lado, después al otro y sin poder evitar los sentimientos negativos, respiré.
Cuando mis dedos tocaron la carne apretada de la coliflor, una sensación nueva me inundaba.¡Por fin iba a comer! Iba a sentir el aliento de vida rozando mis labios. Ahora, que había comprobado lo que se siente cuando la adversidad te golpea, ahora, que era más sabia y había aprendido la dura lección, me dije:—¡Ahora, estás preparada para volver a intentarlo!—
No sólo llevaba la coliflor que calmaría mi hambre, también abrazaba ¡La Libertad!. Había sido un precio muy alto a pagar por haber luchado por un sueño, pero sentía, que era afortunada porque otras mujeres no lo consiguieron. Una vocecita se imponía. —La batalla bien mereció la pena…
—-<>—.
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