La Polinesia entró en mi vida como un rayo de luz cruzando un mar de nubes. Antes, amén de viajes y bebida, me costaba reconocer el valor de las cosas, la esencia de ese lugar frío llamado mundo. La rueda giraba, y yo me sentía como el agua que se ve arrastrada a una vida sin sentido, a girar por girar hasta dejar de hacerlo.

Sin embargo, la Polinesia llegó en un día de septiembre bañado en oro, radiante y con un poder de atracción que hubiera amedrentado hasta al más cruel monarca. Vino, y con un hechizo de juventud y promesas inalcanzables les robó el corazón a todos, como solo un profesional podría haber hecho. A mi, tengo que reconocerlo, me había ganado la partida antes de saber yo tan siquiera que estábamos jugando.

Yo conocía el fuego; mis manos estaban vendadas y las viejas heridas aún escocían bajo la piel. Sin embargo, frente a la hoguera que empezaba a arder ante mis ojos, no pude sino meter el cuerpo entero para intentar encontrar en su interior la respuesta a todas mis preguntas. Y la encontré, aunque para eso tuviera que sufrir en mis carnes las terribles lanzas invisibles de las tribus de ninguna parte, que disparaban y se escondían acto seguido. El caso es que, cual explorador embaucado con promesas de grandes triunfos y gloria instantánea me aventuré como un incauto en esa selva llena de maleza y de serpientes venenosas que es la Polinesia. Por el camino, aquellos valientes y amables exploradores que habían visto el sol de septiembre a mi lado se tornaron reservados y sus corazones se envenenaron con el veneno de la indiferencia.

Ajeno a la trampa que se iba cerrando entorno a mi, decidí que no era el momento de parar, ya que la sola idea de poder llegar a nuestro destino era suficiente para exponerme a los peligros que acechaban. La trampa, preparada expresamente para mí, me aguardaba en el borde de un barranco, cuando estábamos llegando a nuestro destino. Aunque el camino indicado se abría ante nosotros, descubrí en el borde del barranco una preciosa flor. Una rosa en medio de un paraje desolado y grisáceo. Una rosa que brotaba como la sangre de la tierra, escapando a un destino de uniformidad y desolación . Salí del camino por unos segundos, y cautivo de la belleza de la rosa, intenté apoderarme de ella para traerla conmigo para siempre. Pero la flor no cedió, y sus puntas se abrieron perforando mis manos, dejándome tan malherido en cuerpo y alma que tuve que dejar ese país exótico que tanto me había cautivado y en el que tantas esperanzas había depositado.

Ahora que el invierno campa a sus anchas, la Polinesia se antoja para mi como un sueño distante. Conozco su olor y la frondosidad de sus parajes, pero vivo alejado de sus canciones, escuchando silencioso el latido de su poesía.

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