La victoria de Laurentino.

La victoria de Laurentino.

Sthill

19/10/2018

Laurentino no pudo evitar ser un bastardo a mediados del siglo XX, en un pueblo conservador y cristiano de la pampa húmeda. No pudo sortear las golpizas de su padrastro. No pudo esquivar la pobreza, el desprecio de sus hermanastros y la explotación patronal. Pero, aún en sus desventuras, mantuvo la convicción de que uno mismo construye su suerte.

En una noche oscura, en medio del camino de ripio que unía dos pueblos olvidables, el colectivo en el que Laurentino viajaba se descompuso.

—Acomódense y duerman —gruñó el conductor.

El polvo del camino se condensaba en los labios y los teñía de negro. La tierra podía saborearse. El sudor pegaba la ropa al cuerpo.

Laurentino se levantó de su asiento y se dirigió al frente del colectivo.

—¿Qué hace acá? Quédese en su lugar.

—Disculpe, pero tengo una linterna y herramientas —advirtió Laurentino.

—… ¿cómo no habló antes? Démelas.

—No… no las tengo aquí. Están abajo… con el equipaje.

—… Hay cincuenta bolsos abajo… —exageró burlonamente —. ¿Ud. piensa encontrar el suyo en la oscuridad?

Laurentino creía que un hombre de edad debía ser tratado con mayor respeto, pero continuó calmado:

—Sé donde está mi bolso. Si abre la baulera, le traigo herramientas.

—Sentate en tu lugar.

Nadie podía imaginar que cada vez que Laurentino se subía a un colectivo dejaba su equipaje en un lugar específico que ocupó durante los últimos diez años, desde la primera vez que se descompuso un colectivo que lo trasladaba.

—Mire, usted no pierde nada. Deme dos minutos y le traigo herramientas —insistió.

El conductor lo miró encolerizado y dispuesto a dirigirle una catarata de improperios. Pero un anciano de sombrero y traje que viajaba en el primer asiento lo detuvo sutilmente:

—¿Por qué no le hace caso al Sr.?

El chófer parecía deberle algún respeto al anciano. Aplacó su actitud y le cedió las llaves a Laurentino:

—Las perdés y te mato.

Mientras descendía las escaleras, Laurentino esbozó un gesto de agradecimiento a su oportuno defensor. El pasajero le correspondió con una bajada de sombrero y una disimulada mirada de piedad.

—¿Este gringuito quién cree que es? —espetó el colectivero.

Las palabras no afectaron a Laurentino. Tardó menos de dos minutos en encontrar su valija. Cuando volvió a subir, el chofer miraba hacia adelante, ignorándolo fingidamente.

—Acá están —dijo con dientes apretados. Conteniendo tanta angustia atragantada. Y se dirigió lento a su asiento.

Cuando estaba por sentarse, desde atrás se oyó tibiamente:

—¡Bien Laurentino!

La pequeña multitud que llenaba el colectivo asintió con palabras indistinguibles y coronó el momento con aplausos. La ovación duró menos que las mejillas sonrojadas de Laurentino.

El colectivo se puso en marcha y Laurentino se durmió hasta llegar a destino.

Fue un breve momento de reivindicación, no sólo de Laurentino, sino de toda la humanidad y su proyecto racional frente a los inescrutables y caprichosos senderos de la vida. Una victoria minúscula en un tejido infinito de derrotas entrelazadas. Una victoria ínfima, que casi pasa desapercibida.

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