Samuel cruza el puente. Al frente tiene un pasillo asfaltado con techo de zinc rojo contenido entre hileras de celosías. A un lado el río Bravo, al otro, coches que se acumulan mientras esperan pasar por el check in. El camino hacia el «paraíso» es como una enfermedad. La vida se ha roto. Ahora está solo.
Le tiemblan las manos. Le falta el aire. Llora. «Me parezco a mi madre», piensa, y aprieta el puño mientras recuerda la firmeza del padre, ese que se ahoga en sollozos, mientras la madre le pide fuerza sin dejar de mirar el teléfono. Pero eso, Samuel no lo sabe.
Respira y cuenta, uno, dos, tres, cuatro, inhala, cinco, seis, siete, ocho, exhala, y así, una y otra vez. A su lado, alguien se acompasa en aquel agónico cinco, seis, siete, ocho y exhalan juntos, es una chica embarazada. Le sujeta por el brazo y se dobla, y él, libre de miedo por un instante, la sujeta.
Avanzan respirando juntos. Se construyen en ese compás una vida imaginaria. Para él, ella es su esposa y están a punto tener un hijo. Para ella, él es el chico que no la violó, y le dio valor ante los ojos de su padre que nunca la echará de casa. No importa el miedo, la esperanza se construye ahora en forma sueño instantáneo.
Llegan a la mitad del puente, una placa anuncia que han entrado en territorio americano. Deben continuar solos, igual que como llegaron. Él es cubano, está seguro mientras enseñe su identificación, ella…
Intentan detener a alguien que corre entre los militares. Todo es caótico, la gente grita y se disgrega, se vocifera en inglés. Samuel levanta su identificación, de la nada sale alguien corriendo, chocan, y esta va a parar al río Bravo. Es inútil intentar recuperarla.
―Es solo un papel, sigue ―le dice la chica embarazada con la mano sobre su hombro.
―No entiendes, ese papel es todo aquí, soy cubano.
Y sin tener tiempo a levantarse, pasa una ráfaga de tiros sobre su cabeza.
―¡Soy cubano, soy cubano! ―grita sin cesar. Es la primera vez en su vida que escucha disparos.
«Que se acabe ya, que me salven o que me maten, pero ya», piensa. Hay sangre corriendo por el piso. La cara se le tiñe, pero no siente dolor. Un militar lo levanta por la camiseta y lo conduce a la entrada.
Allí, con la espalda pegada a la pared, busca en el puente sin encontrar a la chica, sin embargo, hay militares que corren con una camilla, alguien está herido, o muerto, no lo sabe.
Pero Samuel está del otro lado, lo ha conseguido, aunque sin identificación es lo mismo que cualquiera de los que le acompañan, que ella, nada lo distingue. Tiene que seguir repitiendo hasta la saciedad «soy cubano, soy cubano, soy cubano», aunque la pinta no le acompañe, uno, dos, tres, cuatro, inhala, «soy cubano, soy cubano», cinco, seis, siete, ocho, exhala. Solo espera que le crean.
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