Desde aquel día nunca más volvió a esconder el rabo entre las piernas. Era muy doloroso. Imagínate andar con eso ahí metido. Si es que, aunque no lo tengas, podrás hacerte a la idea de lo que ha sufrido.
Le dijeron que lo suyo no era normal, pero también que el sufrimiento era parte de nuestra existencia. Y que el físico no importa, que la belleza está en el interior… Hasta mil excusas como esas para hacerle sentir mal por lo que estaba haciendo, para hacer que se deshiciera.
Vivía atemorizado. Con tanta presión que ya no controlaba si quiera sus movimientos. Porque quienes sabían de su condición le decían hasta cuándo, dónde y cómo sentarse. Y claro, con eso ahí metido, el dolor era cada vez más insoportable.
Durante un tiempo aprendió a vivir con él. O más bien a desvivir, porque las pastillas que le daban no solo dormían sus partes bajas sino también las más altas.
Hasta que llegó aquel día, cuando se olvidó de tomar la medicación y se le hincharon las pelotas. Cuando aún sabiendo lo que podía pasar hizo que pasara. Quería que el mundo se la pelara.
Ese fue el momento en el que dejó de esconder el rabo entre las piernas. Ese fue el momento en el que se lo amputó.
Del tirón. Sin pensar. Pero sabiendo que daba muerte a un cuerpo de hombre y vida a la mujer que siempre quiso ser.
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