«Parece mentira. A mi edad.» piensa Patricia, mientras registra su bolso en busca de algo donde secarse el sudor de las palmas de las manos; mientras cruza y descruza las piernas casi compulsivamente e intenta distraerse, sin éxito, recordando algunos de los episodios más graciosos de su nieto de dos años.
«¿A tu edad?», le inquirió su compañera de costura, y Patricia, aterrorizada por la sensación de no estar haciendo lo que todo el mundo espera de ella, no pudo más que contestar con otra pregunta: «¿Crees que no debería…?», que su compañera dio por contestada con un gesto de falsa inocencia acompañado de «No, no… Si yo lo digo por ti…»
«¿A su edad?», murmuró con tono indiferente su yerno, padre de su maravilloso nieto, al darle la noticia su esposa mientras cenaban. Y añadía después un «No sé yo…», por si la sentencia no hubiera sonado del todo firme.
Patricia tiene esa manía tan poco frecuente en las personas de escuchar cuando se le habla, y una capacidad excepcional para extraer el verdadero significado de lo que se le dice. Sabe bien que detrás de cada «¿Qué tal, mamá?» de su hija hay un «¿Me cuidas al niño?», y por eso a la primera pregunta responde siempre que muy bien, que a ver si va a venir el crío a pasar la tarde. Para ahorrarse a sí misma y al nieto ese matiz mercantil de la segunda pregunta.
También se da cuenta de que lo que la televisión dedica a personas como ella, a mujeres de su edad, no va mucho más allá de programas del corazón – «¿y qué sabrán del corazón esos programas?», repite ella siempre – y anuncios de limpia-dentaduras y compresas para las fugas de orina. La única vez que Patricia compró esas compresas tenía poco más de veinte años y una infección de orina aguda. Desde entonces han pasado casi sesenta años y no ha vuelto a tener problemas de vejiga, pero la tele, el médico, los folletos sobre la mesilla de la sala de espera del ambulatorio… todos parecen querer convencerle de que los escapes de orina están al caer.
Y se diría que la tienen casi convencida, cuando esta preocupación se une, de pronto, a la larga lista de terrores que le acechan a Patricia mientras espera a que digan en alto su nombre y dos apellidos. Se pone de pie y el hormigueo que hasta ahora sentía en las piernas se extiende al resto del cuerpo. Mira la puerta de salida y se dirige hacia ella, pero se detiene al oír su nombre pronunciado detrás de sí. Solo entonces recuerda las últimas palabras que ha escuchado antes de salir de casa, las que le ha susurrado su Martintxo al cuello mientras le hacía el zumo de naranja con una mano y le rodeaba el busto con el otro brazo.
«A mi edad, una novia universitaria.»
Sonriendo, Patricia se gira, vuelve sobre sus pasos y entra en clase.
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